Siempre hay libros ardiendo

Por Calvodemora
El escritor ha de ser una suerte de extranjero en el país sobre el que escribe.Varlam ShalámovEstar en una librería es estar en el centro del mundo, pero pulsar desde casa el algoritmo del google es hacer que el mundo entero desfile en tu pantalla y deja de tener importancia el centro o los extremos, la periferia o las afueras porque estás en un aleph total y todo existe para que tú lo contemples. En esa travesía, en ese ir y venir por la biblioteca absoluta, el que sale dañado es el libro. No podemos saber cómo morirá el libro. Si lo apiolarán en un descampado cinco descerebrados contratados por un holding electrónico japonés o si decidirá apartarse épicamente, arrojándose al vacío desde la torre más alta de la ciudad más grande. Porque puesto a sacrificarse, el libro barajará varios protocolos y elegirá el que le de más pompa al finiquito. No será una muerte limpia. Habrá revueltas en las calles. Saldrán las facciones tradicionalistas y habrá derramamiento de palabras. Las trincheras serán levantadas con libros. Hay suficientes libros en el mundo como para hacer una trinchera que lo cerque por completo. Libros de Bucay incluso. Una trinchera de libros da un plus de confort que dan las trincheras de sacos de cemento o de escombros recogidos después de un bombardeo. Una trinchera de libros te permite leer el poema de la rosa de Milton mientras un hostil te apunta con un rifle con mira telescópica. Es una muerte un poco idiota, pero entrarás en el cielo hechizado, reconfortado por la idea de que existe otro mundo y que no estará obligatoriamente habitado por ángeles de voz trémula y tierno  aleteo. Milton, a su manera, provee una noción de paraíso que rivaliza con los evangelios y hasta los rebaja a elucubración de un puñado de apóstoles alucinados, intoxicados de fe, aturdidos por los venenos de la fe. Puedes atrincherarte con los versos del capitán cantados por Whitman y con los dioses primigenios del retorcido Lovecraft. Entre libros, en esa ensoñación fingida, la muerte es sólo un episodio más de la trama en la que estás envuelto. Te mueres tan a gusto. Si hay un Dios, te releverá de la vigilia en la que has estado durante todos esos años y te incorporará a la nómina de elegidos, con todas las ventajas que da estar sentado a la Derecha del Padre. La izquierda, a lo visto, según lo contado por los exégetas celestiales, no cuenta en las crónicas y se omite todo cuanto pueda hacer pensar que verdaderamente existe y que ocupa el mismo espacio que la izquierda. Quizá la izquierda de Dios sea el infierno o el escalón intermedio, ese limbo que da tanto juego a periódicos financiados por la curia y que compran los fieles al salir de misa de doce. El escritor ha de ser un extranjero en el país sobre el que escriba. La vida es el país, al cabo. Queman los libros porque explican la vida a quienes no desean que ese conocimiento, banalizado, trivializado, asequible, se difunda. Queman los libros porque, en el fondo, son temibles, son instrumentos eficaces de guerra. La palabra es una bomba de relojería. Se puede programar en el tiempo de los griegos y explotar en una plaza árabe o en una casa de alquiler en un barrio pobre de Madrid. Las palabras son las que lo abren todo, y también las que lo cierran. Todo depende de cómo las hilemos con las otras palabras. 
Ardieron los libros de Ovidio, porque atrevidamente versificó acerca de un adulterio en la casa imperial.Ardieron los libros de Escauro, porque con ironía daba consejo de soportar las perversidades de los reyes.Ardieron los libros de Aristóteles, porque se atribuyó a su autor complicidad en el supuesto asesinato de Alejandro Magno.Ardieron las sagradas escrituras de los cristianos, porque contenían doctrinas de los entonces considerados como enemigos de la humanidad.Ardieron los libros sibilinos, porque en ellos se seguían creyendo los últimos practicantes de la religión romana.Ardieron los libros de Arrio, porque negaban la divinidad del Verbo, los de Macedonio, porque negaban la divinidad del Espíritu Santo, y los de Sabelio, porque negaban la distinción de tres personas en la sola y única esencia de Dios.Ardieron los libros de la biblioteca de Alejandría, porque el califa Omar no aceptaba libro distinto al Corán.Ardieron los libros de Averroes, porque admitían la eternidad de la materia.Ardieron los libros de la sinagoga de Mayence, porque a sus lectores se les imputó falsamente un crimen ritual.Ardieron los libros de Wiclef, porque según él Dios era todo y todo era Dios.Ardieron los libros de Copérnico, porque según él en torno al sol giraban los planetas.Ardieron los libros de Lutero, que rechazaba la autoridad del Papa.Ardieron los libros de Karstadat, que rechazaban la autoridad de Lutero.Ardieron los libros de Zwinglio, porque disentían de la fe romana, y ardieron los libros de Felix Mantz y de Baltazar Hubmaier, porque disentían de la fe de Zwinglio.Ardieron los libros de Cipriano de Valera, por protestantes, y los de Nicholas Sanders, por papistas.Y ardieron también, por distintas razones y en diversos tiempos y lugares, los libros de Giordano Bruno, Amos Comenio, William Penn, Voltaire, Graco Babeuf, Carlos Max, Majail Bakunin, Charles Darwin, Sigmund Freud, V.I. Lenin, Volodia Teitelboim, Pablo Neruda y otros autores cuyas palabras eran tenidas por heréticas, blasfemas, subversivas, pornográficas, disociadoras, inmorales, excitantes o sediciosas.
La quema de libros es tan vieja como la intolerancia, y nada hace suponer próximo el día en que el mundo ya no sufra más la escena ignominiosa del 5 de marzo de 1989, cuando Bangkok, Estocolmo, Karachi, Srinagar y Bonn fanáticos musulmanes arrojaron a la hoguera
ejemplares de los Versículos Satánicos del escritor indo-británico Salman Ruushdie.
"Siluetas para una Historia de los Derechos Humanos” de Mario Madrid- Malo Garizabal, Defensor del Pueblo Colombiano.