Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco más de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.
Shirley Jackson
Lo único cercano al fenómeno paranormal son las supersticiones de Merricat y sus pequeñas prácticas de magia, pero no importan, porque la fuerza de Siempre hemos vivido en el castillo reside en la psicología de la protagonista, su ambigüedad, su complejidad, su ironía. Merricat, un personaje redondo, ingenuo y maquiavélico a la vez, lleno de aristas que se desvelan con sutileza en su discurso. Merricat, inolvidable. La tensión no nace de los hechos, sino de la patología desde la que se miran, una patología en la que el lector entra de inmediato, porque para leer este libro hay que llenarse de Merricat y dejarse guiar por ella, jugar con ella. Solo así se puede entender la implicación emocional subyacente en la intriga de la novela. Jackson, como buena escritora meticulosa, aprovecha cada frase, cada palabra, para construir una historia breve en la que todas las piezas del engranaje funcionan. Ahí está el verdadero miedo, el verdadero terror psicológico: en la fascinante personalidad de Merricat. Ahí están las razones por las que Siempre hemos vivido en el castillo es una auténtica obra maestra.