Nací en Brooklyn. Vivíamos en un edificio alto entre la 66 y las 20th Avenida y era acérrimo fan de los New York Yankees. Cuando cumplí catorce años trasladaron a mi padre, así que todos nos mudamos a una hermosa casa en New Orleans, muy cerca del parque Lafreniere. Ingresé en el Isidore Newman High School y recuerdo que el profesor de educación física me espetó, nada más llegar, que me olvidara del béisbol, "si el football es una religión en el gran estado de Texas aquí, en Louisiana, es nuestra pasión". En New York, asediado por tantos coches y en plena jungla de asfalto, jamás hubiera tenido la oportunidad de pasar las tardes lanzando pases a mi padre en el jardín trasero de nuestra casa, pero allí, en el sur, cualquier cosa era posible, incluso que con el tiempo, olvidara a mis Yankees.
Empecé como todos los chavales. Durante la semana entrenaba mis movimientos y la técnica de pase con mis compañeros, pero al llegar el domingo, me sentaba en el sofá al lado de mi padre para ver los partidos de la NFL. Mis ojos solo prestaban atención a aquellos quarterbacks capaces de lanzar y lanzar con total maestría. Aprendí de ellos. Pasé algunas noches soñando despierto. Imaginaba que era uno de esos mariscales de campo que tanto me habían emocionado, dirigiendo a un equipo en mitad de cualquier estadio profesional, quizá decidiendo los instantes decisivos de una Super Bowl. Ese era mi gran sueño y solo esperaba volver a mi jardín para realizar mis imaginarias gestas. Me gustaba jugar al football. Enfundarme el casco, ajustarme el cierre y sentir el balón entre mis dedos.
Sentía devoción por el equipo local pero confieso que las raíces tiraban de mí con igual fuerza hacia aquellos azules. Así que vivía con mis amigos las peripecias de los Saints como el primero de los fans aunque, una vez en casa, seguía estrechamente las correrías de los Giants. No tuve jamás ningún problema en combinar ambos amores.
Es verdad que nunca tuve un brazo especialmente potente pero, tras tantas horas en aquel jardín y gracias a los buenos consejos que Jimmy Clinton -mi entrenador-, conseguí ejercitar mi puntería y velocidad hasta ganarme un lugar como quarterback en el equipo de la escuela. Me encantaba esa "N" mayúscula impresa en nuestros helmets y la animación que alrededor del equipo de football existía. A algunos chicos del equipo parecía no importarles excesivamente el resultado de cada encuentro pero yo vivía todos los minutos con inusitada intensidad, siempre buscando la victoria al precio que fuera. Tantos esfuerzos merecieron la pena. En mi segundo año era ya el preferido del entrenador. Creo que fue en esa época cuando pude sentir algo parecido a la "fama". Era la estrella del equipo y de cómo jugara dependía la suerte de la mayoría de partidos. Ser el preferido entre las chicas y el ídolo de algunos estudiantes que me observaban con respeto -incluso admiración-, reconozco que hizo de aquellos tiempos algo grandioso.
A pesar de todo, jamás dejé de estudiar. Me afané tanto en el campo de entrenamiento como en clase y mis éxitos deportivos y calificaciones siempre fueron destacadas. No creo que los profesores me favorecieran especialmente, es más, algunos de ellos me reprendían severamente cada vez que creían detectar un descenso en mi rendimiento académico, "no te olvides de estudiar", me repetían en el pasillo. Hasta que llegó un tal Elisha.
El panorama cambió radicalmente en un abrir y cerrar de ojos. Hijo de un gran quarterback de la NFL y hermano de quien se rumoreaba, sería aún mejor. La sola presencia del tal Elisha hizo que perdiera, de la noche a la mañana, tanto mi reconocimiento "social" como la titularidad en el equipo. El entrenador me llamó una mañana y me dijo que no me preocupara, que seguiría confiando en mí, pero que debía de seguir esforzándome. "¿Cuándo había yo bajado un ápice mi dedicación?" -pensé. Aun así le creí pero algo en mi interior me decía que los buenos tiempos ya habían pasado. Y así fue.
Eli no era mal tipo. No iba de líder arrebatador, era amigo de sus amigos y educado, aunque un tanto reservado, con el resto. Pero, sobre el terreno de juego y tras el center, debo confesar que siempre reconocí su talento superior. Lo que él parecía conseguir sin aparente esfuerzo era algo inalcanzable para mi salvo que me obcecara en ello durante semanas. Y, en ese punto, empecé a odiar a ese recién llegado que había acabado con aquello que tantos esfuerzos me había costado. Sin embargo y pese a todo, no me rendí. Luché más que nadie y durante más tiempo. Pasé los siguiente meses entrenando aún con más fuerza y convicción, deseoso de recuperar lo que en derecho me pertenecía. Todo fue inútil. Cada vez que yo daba un paso adelante, dejando en el camino mis últimas fuerzas, ese Eli Manning me superaba con aparente facilidad. Al principio llegaba a casa triste y lloroso. Luego las descargas de rabia perjudicaron tanto mi juego que el resultado era desastroso en las pocas oportunidades que el entrenador me concedía. Al cabo de algunos meses, quería olvidarme de todo y de todos, borrar mi etapa como jugador de football y cambiar de ciudad, incluso de planeta.
Se supone que el tiempo debía de sanar mis heridas pero la verdad es que quedó en mi un manto de resentimiento. Seguí adelante, me concentré en mis estudios, accedí a la universidad y tras largos años de estudio, alcancé mis metas. Creé una familia y hoy me gano bien la vida. El football siguió ocupando una parte importante de mis aficiones, pero de una forma un tanto enfermiza seguí las evoluciones de ese Manning que, se quisiera o no, había contribuído decisivamente a esfumar uno de mis sueños. Durante su etapa universitaria deseé su fracaso. Y cuando en el draft del 2004 fue seleccionado con el Pick#1 por los Chargers, ardí en un nuevo ataque de una envídia que ya creía superada. Esperé, clamé y supliqué para que la NFL lo sancionara por su negativa a jugar en San Diego aunque lo peor llegó cuando se hizo público su traspaso a los New York Giants, mi equipo. Por un instante pensé que el caprichoso destino no se había reído suficiente y que, nuevamente, estaba dispuesto a humillarme en una persecución sin fin.
El domingo pasado me senté ante el televisor. Esperaba que Tom Brady hiciera sentir a Elisha Manning una parte del dolor que solo yo había experimentado en mis carnes. Deseaba tantas cosas que casi no pude concentrarme en lo que sobre el terreno de juego del Lucas Oil Stadium sucedía. Mientras los minutos iban cayendo, embutido en mi sillon, recordé aquellos tiempos de gloria, esfuerzos e ilusiones; aquellos sueños construídos en la mente de un chaval que sólo quería jugar a football y llegar a lo más alto. Reviví esas semanas de angustia, de esfuerzos inútiles, de quien sabe que nadie puede hacer contra su destino. Aquella impotencia de verme relegado a un segundo plano porque había llegado a la ciudad alguien mejor que yo, de un nivel que jamás igualaría. De pronto empezó el último cuarto de la final y desperté de esa especie de pesadilla vivida desde la conciencia. Alguien me dió un golpecito en el hombro, giré la cabeza y ví la cara de mi hijo Mike quien, vistiendo su camiseta de los Giants, me preguntó: "y hoy, quien quieres que gane?".
En un instante entendí que los sueños no son patrimonio exclusivo de nadie y que cada uno tiene el derecho y el deber de intentar hacer realidad los suyos. El futuro es solo algo que depende de cada uno. Así que le devolví la mirada y exclamé: "Con Eli Manning, hijo!... vamos Giants!!!".