La Sierra de San Vicente es un lugar hermoso, silencioso, místico… Cerca de Talavera de la Reina, aún en la provincia de Toledo nos acogió una mañana entre la niebla y el viento. Según el lugar del que partas, amigo lector, llegarás por una u otra carretera hasta el Real de San Vicente, pueblo restañado entre oteros, robles y castaños. Estos días de otoñal belleza sentirás el asombro apoderarse de tu ánimo mientras con el coche asciendes veloz hasta el puerto de San Vicente.
Frente a nosotros están los restos del Convento de Piélago del que se conserva una hermosa portalada con sillares de granito labrados en punta de diamante. Construido en el siglo dieciocho, cayó en ruinas durante la guerra de los Siete Años, entre mil ochocientos treinta y tres y mil ochocientos cuarenta, hoy es complicada su visita pues está muy cerrado por vallas de nueva propiedad. Acaso sea un homenaje al piélago que es nuestra afanosa existencia. A este convento perteneció el cercano pozo de nieve que visitamos apenas unos metros después de iniciada la ruta hasta la primera de nuestras breves cumbres.
Llegar hasta la cima es una cuestión sencilla, incluso metidos entre una nube como la que a nosotros nos acompañó durante toda la jornada; es cierto que nos perdemos las famosas y en verdad magníficas vistas que desde allí se gozan… ¿tal vez la Sierra de San Vicente prefiere que algún visitante quede recogido en la meditación de su intimidad? Nuestra vista no puede llegar al cercano Gredos, ni aún centrarse en el piélago de aguas y llanuras que se extienden en derredor como un mar de hermosos frutos. Puede ser este el origen del nombre de Sierra del Piélago por el que se conoce aún este pequeño y hermoso conjunto de cumbres que hoy recorremos Jose y yo mientras recogemos impresiones interiores y recordamos nombres, acontecimientos, historia.
Dicen que en esta cima se honró a la amorosa diosa Venus y acaso a Diana cazadora. Dicen que en una cueva de aquella cima pasaron un tiempo escondidos los hermanos Vicente, Sabina y Cristeta huyendo de la persecución que decretó el emperador Diocleciano en el año trescientos tres y continuada por sus sucesores Constancio y Galerio hasta el trescientos once. Daciano fue el gobernador encargado de hacer cumplir aquellos edictos. Los tres hermanos sufrieron martirio un siete de octubre del año trescientos seis y fueron depositados en el hueco de una roca donde hoy está edificada la hermosa iglesia románica de San Vicente, en cuyo precioso cenotafio están depositados los mártires.
Diocleciano se jubiló el día uno de mayo del trescientos cinco, se fue a vivir la paz de su hermosa Croacia y dejó a sus sucesores con el “follón” del Imperio Romano. Nosotros que estamos a caballo entre los siglos veinte y veintiuno, continuamos por esta Sierra de colores brillantes de otoño entre la nube y visitamos las ruinas de un cenobio edificado siglos más tarde junto a la Cueva de San Vicente.
En esta cima se agolpan los acontecimientos de la historia y la leyenda; pocos metros más allá, cuando la cima piensa ya en desplomarse sobre el llano de agua y cosechas, permanecen las ruinas de un castillo de amplia construcción que perteneció dicen a “los moros” primero y después a los monjes guerreros templarios. Por allí paseamos Jose y yo liberando ánimas y espíritus de otros tiempos escondidos acaso entre las antiguas ruinas. Regresamos, conversando aún con la historia y con el brillo otoñal de los castaños y los robles, en una bajada diferente y más directa, hasta el Puerto.
La segunda parte de nuestra marcha la iniciamos caminando unos metros carretera adelante hasta encontrar un paso de barras canadienses para nosotros cómodo e incómodo para animales de cuatro patas. Apuntamos hacia el Monte Pelados… (Publico este texto y continúo escribiendo).
Javier Agra.