Las casas vacías de Schweblin son las mentes de sus personajes, convertidas en lugares comunes habitados por fantasmas de todo tipo en los que nos adentramos para encontrar una cierta extrañeza. Los relatos inquietan por lo invisible, por lo que no cuentan pero sugieren, y ahí es donde radica la fuerza de esta antología. Bajo una apariencia de inocuidad, se intuye un lado salvaje y enfermo que enerva. La narración de la autora se adentra en actos cotidianos que se ven afectados por matices y detalles que no terminan de encajar, lo cual provoca incomodidad en nuestras miradas racionales. Si bien los personajes se mueven siguiendo diatribas que pudieran acaecerle a cualquiera, casi siempre terminan envueltos en una bruma extraña que aporta un aire etéreo a los cuentos.
La enfermedad sobrevuela la mayoría de relatos, unido al sentimiento de pérdida, ya sea pérdida de memoria, de un ser querido o de la propia identidad. Todos estos temas quedan condensados en La respiración cavernaria, relato central y más extenso del libro y el mejor para mi gusto, en el que asistimos a una magistral representación de la degradación de una mujer enferma con un misterio de fondo. Muy destacables también son el cuento inicial Nada de todo esto, inquietante texto en el que seguimos a una mujer y su madre en su periplo consistente en visitar casas ajenas; y Un hombre sin suerte, donde se planta la semilla de la duda en el cerebro del lector respecto a cosas terribles que realmente no suceden en el relato.
La mirada de Samanta Schweblin supone un original descenso a los infiernos personales, y su voz viene cargada de matices ambigüos y sugerentes. No estoy seguro de que funcione como compendio de cuentos de terror, al menos en la concepción de terror que tenemos asumida, pero sin duda en estas Siete casas vacías resuenan ecos de abismos tan siniestros como tristes. Apunten el nombre de esta autora.