Ya no me gusta París. Ya no me gusta Londres. Ya no me gusta Ámsterdam. Ya no me gusta Berlín. Me despierto en una mañana gris de Barcelona y me doy cuenta de que en algún lugar dejé esperando los sueños de cuando era una niña, cuando me entretenía descubriendo el mapa del mundo, y que hoy esos sueños ya no me vale, han crecido y han andado mucho más lejos. Antes soñaba con ir un verano a Londres, a embriagarme de cosmopolitismo y de aromas diferentes, y soñaba con vivir en París un tiempo, construirme un atelier de pintura frente a un ventanal gigante con vistas al Sena y convertirme en una artista tránsfuga. Soñaba con hacer viajes baratos a Roma, escapadas en una Volkswagen azul y naranja, recorrer el Mediterráneo sin planear mucho el trayecto y llegar a la ciudad de Rómulo y Remo, donde poder extasiar mis sentidos bebiendo café en las calles y riendo en italiano, y quizá -sí, quizá- viviendo apasionantes historias de amor, cada una de ellas con los delirantes atributos de las ciudades donde hubieran de ocurrir: en el metro del amanecer en Londres, con algún chico mulato con gorro y gafas (¿un hermano de Lenny Kravitz?), en París con algún escritor dolorido por la vida, que disfrutase componiendo poesía en las tabernas de la île de la cité y en Berlín con alguna mujer vestida de pura androginia, una hija del underground del post-muro, con botas militares y el pelo rosa.
Pero hoy me despierto y me doy cuenta de cuántos tópicos almacenamos en nuestras mentes y también en nuestros sueños. Ideas que adquirimos a través del cine y de la literatura y de los sueños que los demás nos cuentan. Y es que son tópicos que recorren el mundo, porque estoy segura que cualquier adolescente entre India y Sudáfrica, pasando por Azerbaiyán y quizá Marruecos, ha soñado con pasar una temporada en aquellos lugares donde nos parece, quizá porque tienen un protagonismo propio en el mundo, que es donde ocurren las cosas de verdad, las historias de verdad, los amores de verdad, las oportunidades de verdad y las emociones de verdad. Pues bien: lo siento, pero no es cierto. En todas partes se viven cosas bonitas y feas, aunque nunca oigamos de ello, y muchas veces están teñidas esas ocurrencias en lugares recónditos y que no salen en los mapas, de una pátina de realidad y de autenticidad que más quisieran las grandes capitales del mundo. Cada vez estoy más segura de que donde más intensas se sienten las historias es donde estamos ahora mismo, aunque sea en un pueblín del Himalaya, si sabemos prestarles la atención que se merecen.
Los sueños de niña se transforman: de eso no hay duda. Y hoy tengo ganas de tener los míos propios, de analizar los que aún reservo por si algún día se cumplen y continuar creando miles de ellos, nuevísimos, a estrenar, relucientes. Te propongo un juego. Apaga el ordenador cinco minutos y relájate en algún lugar silencioso. Viaja al pasado, con la imaginación, a cuando tenías 15 ó 16 años y recuerda qué cosas te hacían feliz y qué metas querías conseguir. Probablemente muchas parecerán no tener un sentido, pero llega un poco más profundo, un poquito más lejos, y te darás cuenta de que, en esencia, siguen siendo las mismas, solo que habrás cambiado los barrios de Londres por las calles de los suburbios en Varsovia, donde las madres se afanan en despiojar a sus niños en las aceras, y los edificios son bastos y feos, de corte soviético y parecen cajas de cartón gigantes. Y a mí me pasa, también, que ante los paseos en bicicleta entre canales, en Ámsterdam o en Venecia, pongo los iglús de Rovaniemi en los meses donde solo existe la noche. Y que ante la nostalgia al descubrir que París hoy ya solo está lleno de fantasmas, cogería un tren que me llevara por las ciudades del Báltico, navegaría el rio Daugava y descubriría las cúpulas doradas de los ortodoxos brillando bajo el sol del verano. Y mucho, mucho, mucho más lejos, porque esto es sólo el principio de la historia personal de mis sueños y placeres.
Solo tenía ganas de hablar de ciudades y de pueblos, y de sueños y de gentes, pero me salió una madeja inmanejable de palabras. Y sobre todo tenía ganas de volver a soñar con los lugares donde podría vivir, porque si bien Barcelona me encanta hasta la saciedad, no soy capaz de cortar el grifo de las ilusiones y decir: aquí me quedo. Al final esa incertidumbre ante lo que podría pasar, todas esas puertas abiertas al futuro son el dulzor del día a día, el no saber qué pasará, el que todo sea posible. Se me antoja una primera cita, pero con una ciudad entera, con sus parques y sus remolinos de hojas y su cemento y ladrillos y verjas y autobuses aerodinámicos y su luz, su luz, su luz. Una ciudad que me besa al atardecer, quizá sea eso, o una que al menos me haga reír.
Soñemos.
PD.Pero para los nostálgicos de las grandes ciudades todavía queda algo, y muy bueno. Os recomiendo leer a Tres ciudades en uno. Porque siempre queda algo por descubrir y ellos lo hacen muy bien.
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