Un ejemplo, que desgraciadamente no será el último, es la avalancha de refugiados de etnia rohingya que huyen desesperadamente de Myanmar (antigua Birmania), donde son perseguidos, rechazados, reprimidos, apaleados y asesinados, en lo que ya se considera por la comunidad internacional como “limpieza étnica”, simplemente por pertenecer a una minoría étnica de credo musulmán en un país mayoritariamente budista. Una vez más, la intolerancia religiosa es la causa que alimenta el odio racial y la violencia en el seno de una sociedad. El régimen de Myanmar no los reconoce como ciudadanos, aunque hayan nacido y habiten en el estado de Rakhine, al norte del país, tratándolos como advenedizos o inmigrantes bengalíes. Se trata de una comunidad de poco más de un millón de personas, de las que cerca de 300.000 han tenido que huir hacia el vecino país de Bangladesh a causa de la represión que sufren por parte del ejército de Myanmar en respuesta a los ataques que supuestamente comete un grupo rebelde rohingya, que niega los hechos. Ya se han producido más de mil muertos, en un conflicto antiguo que ahora se recrudece, sin que nadie esté dispuesto a mover un dedo, ni siquiera la líder y Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, actual presidenta del país. Su silencio es estridente. Tanto que otros galardonados con el Nobel, como Dalai Lama, la activista pakistaní Malala Yusufzay o el clérigo de África del Sur Desmond Tutu, la han cuestionado. “Si el precio político que tienes que pagar por ostentar el cargo más importante de Myanmar es tu silencio, entonces sin lugar a dudas se trata de un precio demasiado alto”, ha señalado Desmond Tutu.
Algo semejante a lo que sucede, al mismo tiempo, en otros lugares del planeta, como esos otros refugiados, procedentes esta vez de Oriente Próximo y África, que soportan idéntica situación de intolerancia y rechazo por parte de sociedades civilizadas y prósperas, como son las de Europa, que se niegan a acoger y dar asilo a los que también se ven en la necesidad de escapar del hambre, la pobreza y las guerras de sus respectivos países de origen. Demasiados de ellos también se ahogan en la travesía del Mediterráneo, y a los que arriban a nuestras costas o cruzan la frontera les damos la bienvenida con devoluciones “en caliente”, deportaciones, internamientos cuasi carcelarios y barreras fronterizas llenas de alambradas y concertinas con los que intentamos frenar esa “avalancha” humana que sueña con el progreso y la libertad de Europa. Ignoran, en su desesperación, que tales valores hace tiempo fueron sustituidos por los del egoísmo y el temor hacia el distinto, hacia el otro, hacia el inmigrante pobre y miserable que sólo busca sobrevivir, como cualquiera de nosotros. Aquí los tachamos de delincuentes o terroristas, o de que nos quitan el trabajo y abusan de nuestros servicios públicos, siguiendo las consignas de quienes, agitando los fantasmas del racismo y la xenofobia, persiguen tribunas de poder o de influencia desde las que irradiar la exclusión, la intolerancia y el egoísmo en nuestra sociedad como medio para medrar en la política. De esta forma, populismos de uno y otro signo se empeñan en sembrar la deshumanización en nuestras sociedades plurales y diversas, en abierta contradicción con los valores que constitucionalmente debíamos asumir, como el respeto a los Derechos Humanos.
De hecho, siempre se ha dicho que tiene que haber pobres para que haya ricos. Y sabemos que eso es cierto porque nuestra prosperidad y desarrollo se basan en la explotación y el pillaje, aunque sean legales, que nos permiten considerarnos superiores, mejores y dignos de disfrutar de tales privilegios. Incluso entre nosotros mismos y en nuestro propio país. En la moderna, cristiana y primermundista España también actuamos con esos signos de deshumanización que vemos en otras partes del mundo,