Se hizo de repente. Sólo mi corazón y una sensación de ingravidez. Piernas, suelo, cielo y calor. Mucho calor. Adelanté, sin querer, y sin correr a muchos compañeros. Sus caras se me hacían extrañas. Algunos alargaban sus brazos como queriendo cogerme. Otros giraban sus cuerpos separándose de mí. Algunos caían impulsados por una fuerza extraordinaria que yo no veía. Mi cuerpo giraba en el aire y vi gente en los balcones mirándome, con las manos en la boca. Apareció mi madre, “¡Ten mucho cuidado hijo!, ya sabes que me da mucho miedo. Y no se te olvide llamarme después”. Vi a mi amigo saltando antes de la carrera, calentando, como hacíamos siempre. ¿Dónde estaría ahora? Siempre corría a mi lado, juntos. Noté como se rasgaba mi camisa y el contacto de mi cara y pecho con el suelo. Era frío, pero yo solo sentía calor. Un calor intenso y el bombeo imparable de mi corazón. Y mi padre que me decía: “No te olvides de lo que te ha dicho tu madre”. Entonces, repentinamente, subí hacia el cielo y noté la brisa de la mañana. No quería bajar. Mi cuerpo giró y lo vi. Negro, majestuoso, mirándome ahí plantado, esperando que bajara. Por detrás de él llegaban más, que le empujaron. Y por un instante bajó la mirada y pareció olvidarse de mí. Una zancada, dos, otra más, caí en su lomo, se volvió buscándome, y me encontró. Esta vez le oí soplar, y mi corazón. Me estiré en el suelo, pasó por encima, se volvió y giré, o lo intenté, con toda mi fuerza. Me empujó contra el vallado y vi su pitón astillarse contra la tabla. Medio giro más y tiraron de mí. El calor subía ahora del muslo, junto con un dolor intenso, quemaba. Sanitarios me gritaban sin hacerles yo caso. Tengo que llamar a mi madre.
(SSdR-2014)