En las reglas más elementales de la diplomacia internacional no hay un solo vacío normativo que, siquiera por descuido, de cabida a considerar un ataque armado a la embajada de un país extranjero como un «incidente» de poca trascendencia.
En este campo, en que todos los procedimientos están tan rigurosamente escritos, empezando por el compromiso del Estado anfitrión con la seguridad y resguardo de las sedes diplomáticas, califica como un hecho de gravedad extraordinaria el ensañamiento con que un hombre –del que apenas se ha podido conocer el nombre– disparara todo el poder de fuego de un fusil de asalto, contra el edificio de la misión cubana en Washington.
Con la prontitud y urgencia que corresponde a un suceso de tamaña alevosía, Cuba lo denunció y caracterizó enseguida, con toda la magnitud del adjetivo que lo califica: atentado terrorista. En consecuencia, se declaró en espera de los resultados oficiales de la investigación pertinente, a la par que ofrecía colaborar en la indagación de motivos y responsables.
¿Cómo entender entonces que, desde la perpetración de los hechos, ni el Departamento de Estado ni el Gobierno del país sede hayan emitido una declaración oficial condenando los hechos, cuya gravedad ha sido reconocida por las propias autoridades actuantes de aplicación y cumplimiento de la ley?
Atendiendo al concilio de intereses amañados y lobbies políticos que se sabe condicionan las posiciones oficiales y agresivas del Gobierno de Estados Unidos hacia la Mayor de las Antillas, no es de dudar que algunas horas le tome escoger con pinzas las palabras que deberán hacer públicas. Sin embargo, en virtud del mínimo respeto a la Convención de Viena –para no hablar del aconsejable esfuerzo para, al menos, mantener la apariencia de lo diplomáticamente correcto–, ¿qué argumentos pueden sostener el silencio total que, hasta la fecha, mantienen las autoridades estadounidenses?
A no ser la prontitud con que actuaron los agentes policiales –tal cual corresponde a una zona donde radican varias embajadas y está cerca, incluso, la propia Casa Blanca–, nada más ha tenido, después, la celeridad que impone el seguimiento al grave hecho. El colmo es que la prensa haya accedido, primero que la representación cubana y por vías más expeditas, a las pocas informaciones que han trascendido de la investigación asumida por el Servicio Secreto.
¿De qué diplomacia hablamos? ¿Qué garantías de protección para nuestro personal pueden dilucidarse de lo ocurrido?
El terrorismo, sea cual sea su magnitud, no admite dobles raseros, pero la historia de Cuba –si lo sabrá esta Isla– ofrece tantas lecciones aprendidas, como para que este proceder vaya a tomarla por sorpresa.