Pero cuando la casa quedó en silencio y me quedé arrebujada bajo el nórdico esperando que volviera el ansiado calor que se había fugado lejos, muy lejos, me invadió una sensación extraña. No se oía nada. Silencio. Y en ese silencio parecía oir los pasitos de mis pequeños entrando por la habitación, sus voces y sus risas en el comedor. Quizás fuera el estado febril, tanto medicamento, o que estoy un poco loca. Vaya usted a saber.
Entonces me di cuenta que era la primera vez en más de cuatro años que me quedaba todo un día sola en casa. Sola. Ya no recordaba lo que era eso. Ciertamente mi cuerpo lo agradeció. De hecho no me moví de la cama en horas.
Pero cuando mis pequeños volvieron a llenar la casa de vida por la tarde, uf, qué alegría. Debo ser masoca, porque aun no me encontraba del todo bien, de hecho a día de hoy los virus no me han abandonado por completo, pero hechaba de menos los "mamá, ven, abrelo, juega conmigo, cójeme, ven, abrelo, vamos" y gritos, risas, espachurrones y demás.
Me he dado cuenta que mis hijos son imprescindibles en mi vida, aunque los asquerosos viruses quieran que opine lo contrario.