Dedicado al pueblo japonés, a mis compañeros de la Cámara Júnior de Japón, a mi amiga Cristina Akiko Miyazawa y a mi maestro de karate, Shoko Sato.
“Por más larga y oscura que sea la noche, el sol siempre vuelve a brillar”. Frase popular.
Mi Academia (la mejor de todas, para aquellos graduados de otras Academias que tienen a bien leerme) se llevó a cabo en dos ciudades; primero en Miyazaki, una preciosa localidad en el sur de Japón, y luego en Hiroshima. Si bien el evento fue fundamentalmente uno de intensa formación, el programa incluía también visitas turísticas. Finalizada la porción del programa correspondiente a Miyazaki, nos dividimos en grupos de 5 ó 6 personas para tomar el Shinkansen o tren bala, dirigirnos a Hiroshima y pasear luego por diferentes lugares de la ciudad. Estábamos aún en los estertores de la Guerra Fría, el Muro de Berlín había caído apenas meses antes y una de mis compañeras de viaje fue la delegada alemana; otro de los souvenirs que conservo es el trozo del muro que ella nos obsequió, que arrancó de la miserable pared con sus propias manos en Noviembre de 1989.
Durante mi Academia, en aquel 1990, no llamé a ninguno de mis compañeros japoneses por el nombre de su país, que en japonés se pronuncia “nihon” o “nippon” y que etimológicamente significa “El Origen del Sol”. Cuando se habla del Japón como “El País del Sol Naciente”, se hace referencia a esa etimología, que está también plasmada gráficamente en su bandera. Sin embargo, allá en Hiroshima, en el Jardín Shukkei-en, supe que los japoneses habían hecho honor a su nombre. Sé, sin duda alguna, que podrán hacerlo de nuevo.
Las imágenes que ilustran este artículo fueron encontradas en Internet; corresponden a diferentes vistas de Hiroshima, de su castillo y de su Jardín Shukkei-en.
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