“Cómo te sientan mis palabras. Si no me entiendes, no te entiendo, y al revés. Que hay cosas que dependen del intérprete.” Extracto de la canción “Mi Peter Punk”, de Alejandro Sanz.
Yo entré en la gallera y enseguida me envolvió la algarabía, el aspaviento, el desafío, la cofradía, la revuelta, el vaticinio, el desplante... y en el medio del medio de todo aquello, la apuesta, que es uno de los corazones de las peleas de gallos. Un par de magníficos ejemplares, un gallo giro y otro canagüey, plumajes y espolones en guerra, comenzaban la refriega y yo allí, osado jovencito, urbano de pies a cabeza, lego en asuntos de gallos para más señas, e hipnotizado por la energía y la barahúnda. La gente comenzaba a calzar sus apuestas y un dinerito que mi madre me había dado para chocolates, galletas o refrescos durante el paseo, me picó en el bolsillo, así que quise apostar también. Pero el alboroto, el fragor y el tumulto crecían y ya se hacían demasiados para mi comprensión, cuando noté que en todo aquel vértigo, mi tío Talabarto era el único hombre sentado tranquilamente y observaba atento e impávido el espectáculo con sus dos manos bajo el mentón, apoyadas en el puño de su bastón.
- Tío -le dije, resuelto-, yo quiero apostar.
Aquello era todo lo que yo necesitaba, inmediatamente volteé y crucé una apuesta con alguien cercano, colocando todo mi capital en favor del gallo giro, que entonces se convirtió -a mis ojos, que quede claro- en una formidable e invencible criatura de fuego y poder. La ilusión no duró mucho; solo un par de minutos adicionales bastaron para que el odioso gallo canagüey le diese una impresionante rebatida a mi favorito, y con cuatro embates seguidos finalizó la pelea allí mismo. El pobre gallo giro en cuya supuesta capacidad combativa había yo confiado, quedó tendido en la arena, inánime, absolutamente muerto -tal cual mi merienda-, mientras que el dueño del vencedor lo levantaba ante todos, haciendo gala de su triunfo.
Adiós chocolates, adiós refrescos; tuve que pagar mi apuesta y luego, todavía sin comprender bien qué había pasado -aparte de que mi dinero se había esfumado-, fui donde mi tío Talabarto a recriminarle.
- Ujum, sí, eso mismo le dije yo, que el giro era el gallo bueno, sí señor, sí es verdad. ¡El gallo desgraciado es el otro, que lo mató! -fue la inolvidable contestación de aquel hombre.
¡Ah, las palabras, sagradas y profanas palabras! Sí, evidentemente, lo que uno dice puede ser exactamente eso que el otro oye, pero no lo que el otro entiende.
Reflexionando un poco al respecto, me parece fascinante la posibilidad de que escuchemos no solamente con el oído. En efecto, si escuchar se relaciona con interpretar, las personas sordas, aunque no oyen, sí escuchan. De la misma forma, puedo escuchar lo que alguien me dice en una carta, si bien no le oigo al momento de leer sus palabras.
El contexto también influye en la interpretación. No escucharé de igual manera la frase “Venga conmigo”, si me la dice un militar uniformado, armado y con cara de malas pulgas, que si me la dice una persona seductora y sexy. Aquí no solamente escucho lo que me dicen y cómo me lo dicen, sino que a ello le doy un sentido u otro, también dependiendo del contexto donde fue dicho.
De manera que podemos considerar la escucha como fenómeno interpretativo y esa interpretación sirve para crear sentido. Todo sentido es, de alguna forma, una creación propia que le asignamos a lo que nos sucede, y está ligado a diferentes elementos como nuestra historia personal, el tipo de observador que somos, los sistemas de los cuales formamos parte... El sentido nos permite andar por el mundo, pero como nos representamos ese mundo a partir de nosotros mismos, el sentido también actúa como filtro de nuestra escucha del mundo.
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