“Lo peor que le puede ocurrir a cualquiera es que se le comprenda por completo”. Carl Gustav Jung.
Hay un breve relato de Mario Benedetti, titulado “Lingüistas”, que me fascina. Lo presento a continuación:
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió a la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filósofos, semiólogos, críticos estructuralistas y descontruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemántica.
- ¡Qué sintagma! - ¡Qué polisemia! - ¡Qué significante! - ¡Qué diacronía! - ¡Qué exemplar ceterorum! - ¡Qué Zungenspitze! - ¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: “Cosita linda”.
Esta historia permite diversas interpretaciones, pero para los efectos de este artículo quisiera proponer que el joven ordenanza fue, entre los caballeros de la historia, quien mejor comprendió a la taquígrafa. Sus congéneres estaban tan concentrados en sí mismos que no fueron capaces de escuchar más allá de su propia piel y mucho menos entrar en la misma longitud de onda de la chica objeto de sus halagos.
En nuestra lengua, el verbo “atender” posee, según el Diccionario de la Real Academia Española, varias acepciones. Entre ellas tenemos:
“Esperar o aguardar”. “Aplicar voluntariamente el entendimiento a un objeto espiritual o sensible”. “Mirar por alguien o algo, o cuidar de él o de ello”.
La tercera acepción me parece muy especial, pues presenta la posibilidad de que para escuchar y comprender, sería necesario, además, cuidar del otro. Esto podría significar, por ejemplo, cuidar de su legitimidad, de su manera de observar las cosas, indistintamente de que la compartamos o no. ¿Será posible comprender al otro, sin compartir su opinión? Me parece que sí; de hecho, creo que nos sucede, por ejemplo, en nuestra relación con los amigos: cuando diferimos de sus opiniones, no siempre tomamos el camino de la confrontación. A veces, en lugar de defender nuestra perspectiva, indagamos para tratar de comprender, con preguntas como “¿Por qué piensas de ese forma? ¿Puedes explicarme mejor?”. Después de escucharle, si seguimos en desacuerdo, podemos manifestarlo y la amistad generalmente prosigue sin problemas.
Para cerrar esta exploración etimológica, quisiera regresar a la idea contenida en el significado original del verbo “intendere”, el de “tender algo hacia”. Me digo entonces que tal vez la escucha orientada a la comprensión es una en la que no espero que el otro venga a mí, sino más bien una en donde soy yo quien se tiende hacia el otro. Una escucha en la que me dirijo al otro, en la que lo cuido y en la que continúo con él, sin interponer entre ambos, mis propios juicios y creencias.
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