Tengo la sensación de que, aunque su trayectoria está llena de títulos en la escena española no se ha valorado lo suficiente a Silvia Marsó, y eso que ha trabajado con grandes directores en papeles sustanciosos: José Luis Alonso («La loca de Chaillot»), Juan Carlos Pérez de la Fuente («La dama del Alba»), Adolfo Marsillach («La gran sultana»), José Tamayo («Doña Rosita la soltera»), Esteve Ferrer («Aquí no paga nadie» y «Te quiero, eres perfecto, ya te cambiaré»), Natalia Menéndez («Tres versiones de la vida»)... A pesar de ello, insisto, me parece que no se le ha tomado tan en serio como a otras compañeras suyas con un currículum menos poblado.
Hace ya más de veinte años que entrevisté por vez primera a Silvia Marsó. Fue en 1988, cuando ella interpretaba en el teatro Fuencarral, hoy desaparecido, «Búscame un tenor». Recordaréis que había destacado en ese vivero que fue el «Un, dos, tres» de Chicho Ibáñez Serrador, y en mi casa, cuando la veíamos, nos parecía reconocer a una joven que hacía mimo en las calles de Playa de Aro, donde veraneábamos habitualmente. En aquella entrevista, que hicimos en su camerino, derrochó simpatía y exhibió su luminosa sonrisa. Confieso que no recuerdo nada de la conversación, pero he ido a la hemeroteca y me he encontrado con una declaración suya: «En esta profesión el camino no se termina jamás. Me lo dijo Ava Gardner, con la que coincidí en una serie de televisión: "Niña, te panciencia, porque en esta profesión nunca se llega al final"».
Como otros varios actores, Silvia ha buscado el crecimiento antes que la fama y hace ya unos años creó su propia productora para poder emprender los proyectos en los que creyera; algo que merece mucho respeto, tanto como el que ella demuestra por su profesión. Y como el que yo siento por ella.