Acompañada por un quinteto de cuerda, con el que entabló durante casi dos horas ininterrumpidas un hermoso diálogo lleno de matices, Sílvia Pérez Cruz llenó de belleza, emoción y alegría la abarrotada sala de cámara del Auditorio Nacional de Música, en Madrid, el pasado viernes (24 de enero 2014). La cantante catalana, que une en su genealogía y, sobre todo, en su música influjos y cadencias de procedencia muy variada, desde el flamenco al jazz, de la habanera al bolero, sin olvidar el fado y los aires galaicos, es dueña de una voz extraordinaria, una de las más dotadas de nuestro abigarrado panorama musical. Pero, además, lo que demuestra sobre el escenario es una capacidad de interpretación en la que participa todo el cuerpo, y en la que cada nota tiene detrás un gesto auténtico, una forma de vivir la música que está llena de verdad. Con todo, lo más destacable de esta bellísima mujer habitada por un ángel en estado permanente de gracia es que su voz, con independencia de que el asunto de la canción sea dramático o triste, incluso trágico, siempre transmite una gran alegría. Una alegría que cura. Y a la que le veo un inmenso valor práctico, de poder fáctico incluso. Lo pensé la primera vez que la oí y el paso del tiempo no ha hecho sino reafirmar mi impresión: buena parte de los problemas políticos que afronta España estarían más cerca de solucionarse si fueran abordados desde la mezcla sensible de corrientes vitales que hace posible el arte de Sílvia Pérez Cruz.
(Tiempo contado, 28 enero 2014, 22:30 h)
Foto: Clara Bellés. Tomada de aquí.