No sé exactamente si hay un recuento fiable, probablemente no, pero el número de muertos que la religión ha producido rivaliza con el de los salvados. Por cada alma que ha vivido en paz con Dios y lo ha visto después en las alturas celestiales hay un fallecido en estas bajuras nuestras, a ras de calle, en el vértigo de las guerras o en la fiebre civil de las aceras. Todavía sigue el número de muertos creciendo. De esa sobrecogedora cifra hablan a diario en todos los medios de comunicación. Nombran cuánta gente ha caído aquí o allá, en un atentado terrorista en Damasco, en Londres o en Kabul. El mapa ofrece dianas a gusto del desquiciado. Luego está el creyente al que no le preocupa qué piense el otro. Si cree o deja de creer, si comparte su credo o le trae al limpio fresco. Están los que encuentran en el gozo del espíritu una forma de vida irrenunciable. Los hay cristianos, hinduístas o musulmanes. En todas los templos del mundo, veneren al dios que más se ajuste a su sensibilidad espiritual o a su idea de la salvación, hay palabras hermosas recitadas en frases poéticas. En todos los libros que la fe ha escrito a lo largo de los siglos hay parábolas que asombran por su esplendor narrativo, por la literatura que tutelan, por las metáforas que atesoran. No soy capaz de observar todo este inventario de símbolos sin la sospecha de que malogran en ocasiones lo bueno que tiene el ser humano, el que no precisa de dioses que lo observen, tutelen y amparen cuando la vida le abandone. No existe argumento que contradiga éste que expongo. Creer es un asunto que exige a veces sacrificios absolutos. No creer también. No tengo en mi pequeño inventario de certezas (muy pocas, créanme) ninguna que eleve mi descreimiento por encima de las creencias de los demás. En la filosofía que aprendí y en la que por mi cuenta he ido ganando para mi disfrute, he visto disparates místicos que rivalizan con los racionales. Hay incluso una conmoción en la visión pristina del objeto espiritual, desjerarquizado, sin el prejuicio de que es el hombre, falible, el que escribe el susurro de Dios, el que lo deja registrado. Pero la conmoción no difiere de la que siento cuando leo la buena literatura de la que me aprovisiono a diario. La religión, ya lo dejó escrito Borges, es una rama de la literatura fantástica. La fe, un regalo para quien la profese. Uno al que no se inclina mi sensibilidad, con el que no he vivido ni al que me he visto en necesidad de acudir cuando los tiempos malos han llegado o cuando los buenos cruzan delante mía y me miran. No hay día en el que no discurra en mis adentros sobre la fascinación de Dios, sobre la sacrificable religión que se inventó para justificarlo, sobre lo sagrado convertido en excusa para que el hombre extermine al hombre. En el fondo, nos da igual qué argumento usar para ese oficio. Desde que pusimos el pie en este mundo, hemos hecho exactamente eso. Nos hemos ido amando y odiando. A partes iguales. Sigue sucediendo. A veces son los dioses quienes fomentan las batallas. Otras, bien al contrario, su absoluta ausencia. Ninguna opción elegida garantiza una convivencia más humana. Nada explica lo dañinos que somos.
No sé exactamente si hay un recuento fiable, probablemente no, pero el número de muertos que la religión ha producido rivaliza con el de los salvados. Por cada alma que ha vivido en paz con Dios y lo ha visto después en las alturas celestiales hay un fallecido en estas bajuras nuestras, a ras de calle, en el vértigo de las guerras o en la fiebre civil de las aceras. Todavía sigue el número de muertos creciendo. De esa sobrecogedora cifra hablan a diario en todos los medios de comunicación. Nombran cuánta gente ha caído aquí o allá, en un atentado terrorista en Damasco, en Londres o en Kabul. El mapa ofrece dianas a gusto del desquiciado. Luego está el creyente al que no le preocupa qué piense el otro. Si cree o deja de creer, si comparte su credo o le trae al limpio fresco. Están los que encuentran en el gozo del espíritu una forma de vida irrenunciable. Los hay cristianos, hinduístas o musulmanes. En todas los templos del mundo, veneren al dios que más se ajuste a su sensibilidad espiritual o a su idea de la salvación, hay palabras hermosas recitadas en frases poéticas. En todos los libros que la fe ha escrito a lo largo de los siglos hay parábolas que asombran por su esplendor narrativo, por la literatura que tutelan, por las metáforas que atesoran. No soy capaz de observar todo este inventario de símbolos sin la sospecha de que malogran en ocasiones lo bueno que tiene el ser humano, el que no precisa de dioses que lo observen, tutelen y amparen cuando la vida le abandone. No existe argumento que contradiga éste que expongo. Creer es un asunto que exige a veces sacrificios absolutos. No creer también. No tengo en mi pequeño inventario de certezas (muy pocas, créanme) ninguna que eleve mi descreimiento por encima de las creencias de los demás. En la filosofía que aprendí y en la que por mi cuenta he ido ganando para mi disfrute, he visto disparates místicos que rivalizan con los racionales. Hay incluso una conmoción en la visión pristina del objeto espiritual, desjerarquizado, sin el prejuicio de que es el hombre, falible, el que escribe el susurro de Dios, el que lo deja registrado. Pero la conmoción no difiere de la que siento cuando leo la buena literatura de la que me aprovisiono a diario. La religión, ya lo dejó escrito Borges, es una rama de la literatura fantástica. La fe, un regalo para quien la profese. Uno al que no se inclina mi sensibilidad, con el que no he vivido ni al que me he visto en necesidad de acudir cuando los tiempos malos han llegado o cuando los buenos cruzan delante mía y me miran. No hay día en el que no discurra en mis adentros sobre la fascinación de Dios, sobre la sacrificable religión que se inventó para justificarlo, sobre lo sagrado convertido en excusa para que el hombre extermine al hombre. En el fondo, nos da igual qué argumento usar para ese oficio. Desde que pusimos el pie en este mundo, hemos hecho exactamente eso. Nos hemos ido amando y odiando. A partes iguales. Sigue sucediendo. A veces son los dioses quienes fomentan las batallas. Otras, bien al contrario, su absoluta ausencia. Ninguna opción elegida garantiza una convivencia más humana. Nada explica lo dañinos que somos.