Un día me levanto, y ya no soy el mismo; abro los ojos, me siento en el borde de la cama, con los pies apuntando al precipicio, me concedo unos minutos, como quien duda antes de saltar al vacío; se hace tarde, no sé qué ponerme, me pongo a pensar de nuevo en la felicidad y en cuánto me estoy estirando para alcanzarla; trato de no sacar conclusiones; salgo a la calle con la disposición de hacerlo todo bien y apasionadamente, pero las cosas no suceden de ese modo ni en ese orden.
Uno no se siente un león todos los días, y a veces olvido subir la guardia. Supongo que al saltar de la cama caí con el pie izquierdo. A menudo me preocupa el paso del tiempo, y esta extendida parte de mi vida que se llama perseverancia. En un mundo donde la tristeza es un signo de debilidad y el fracaso es una especie de prohibición generalizada, el acierto, la felicidad y el éxito se vuelven obligatorios; estamos compelidos a ver el vaso medio lleno, a ser felices o lo que sea que eso signifique; tenemos que ser fuertes, triunfadores, autosuficientes, resueltos y determinados. Entiendo que una gran mayoría quiera tener el teléfono más inteligente, el auto con más estatus, un escritorio y una silla ejecutiva, un sueldo de cinco dígitos, el refrigerador lleno, la pantalla más plana, pases para eventos exclusivos, boletos de avión de primera clase, el cuerpo perfecto, el atuendo de moda, más amigos y seguidores en las redes sociales; a todos nos gusta sentirnos importantes, incluso imprescindibles, todos queremos ser jefes y dueños, pero tanta exigencia de plenitud, en palabras de Georgina Vorano, fatiga. Me parece que el estándar de bienestar y satisfacción en esos términos es inalcanzable, y su persecución nos convierte en una masa amorfa y sin estilo. Habría, como dice Silvio, que dejar de buscar la palabra precisa y la sonrisa perfecta, poner más atención a los días cotidianos, a las personas sencillas, a las pequeñas cosas; habría que valorar todo lo que damos por sentado; saber que el trabajo que desempeñamos, el salario que percibimos, las propiedades o las posesiones no nos definen; después de todo, el éxito es una percepción y la felicidad es una idea. Soy un hombre promedio, ordinario, común; me descubro arraigado, como un sentimiento o un vicio; no soy antisocial ni soy frío, solo hay personas que no me interesa conocer, círculos a los que no quiero entrar, patrones que no quiero repetir. Estoy en esa etapa de la vida en la que sé perfectamente lo que no quiero. Mi vida no es perfecta, y qué bueno. A veces soy feliz, otras veces me siento satisfecho. Visita el perfil de @letrasypalabras