Después de tantos domingos de desolación, casi de luto, de hablar de cosas tan serias, y con frecuencia tan horribles, permítame un instante de frivolidad -una cana al aire tribunera-. Un ratito de frivolidad en la vida es algo sano, de verdad, no hay que ser tan profundos todo el tiempo. Ser superficial, aunque sea premeditadamente, es una necesidad a la que no hay que renunciar. Es como esa hamburguesa pringosa o ese perrito en la madrugada, tras haber dejado el hígado en la última caseta. Que le pregunten a Monedero, tan ideólogo él, que luego se toma el té con Carmen Lomana. Yo también me lo tomaría con Tamara Falcó, que ya me considero fan y hasta coleccionista de sus entrevistas. Creo que ha instaurado un nuevo género periodístico, entre el realismo pijo y la poética del “sabes”. Y lo ha hecho ella sola. En este tiempo de carencias y suspensiones, cada cual ha echado de menos lo que le ha dado la gana, que si la Semana Santa, que si la Feria, que si Los Patios, que si los abrazos, que si los besos o yo qué sé, que habrá quien haya echado de menos todo. Los redonditos, ya saben, esos a los que les gusta todo, también hay, y también tienen su derecho a ser y estar, faltaría más. Yo he echado en falta, en este tiempo, muchas cosas, sería interminable la lista, y esta semana, sobre todo, estoy echando de menos Eurovisión. Venga, no se corte, acepto friki, hortera, casposo y toda la retahíla, pero es que precisamente me gusta por todo eso. Que todos los días vamos con los zapatos limpios, somos educados con el vecino, cumplimos con los horarios, nos comportamos como es debido, y porque un día no lo hagamos, o seamos diferentes, o abramos la ventana de otros paisajes, no pasa absolutamente nada. Sano, para mí es sano. Y, en este caso, divertido. Aunque hoy tiene algo, mucho, más de nostalgia. Ya que llevaría una semana, puede que más, examinando los vídeos/canciones de los diferentes países, enfangado con las fases previas, escogiendo mis favoritos y todas esas cosas que vengo haciendo desde ya hace tantos años.Si miro hacia atrás, puedo verme frente a la pantalla de la televisión, viendo el festival de Eurovisión junto a toda mi familia. Enséñame a cantar, de Micky, Bailemos un vals, de José Vélez, Quédate esta noche, de Trigo limpio, Él, de la felina Lucía, o el descomunal descalabro de Remedios Amaya y su célebre barca que no acabó manejando nadie, fueron algunas de nuestras propuestas por aquellos años. El nerviosismo compartido, la emoción del instante, las risas contagiosas con mis hermanos, que mi padre recriminaba con el Ducados entre los dedos, nenes, que no me entero. Alrededor de la redonda mesa familiar, comiendo caracoles a mansalva, mientras se sucedían las actuaciones. Para las votaciones dejábamos los quicos y las pipas. El año de Betty Missiego, ese alarde nuestro de gallardía hispánica, le dimos el triunfo a Israel con nuestros votos. Es lo que más cerca recuerdo del triunfo en Eurovisión. Entonces, para lamernos las heridas, teníamos la OTI, que era un festival en español, a lo Palacagüina, que ganábamos casi todos los años y hasta alguno más. Fuera del nido familiar, he seguido celebrando Eurovisión con mis amigos, y en gran medida he recuperado esas veladas alocadas de caracoles, pipas y canciones, y lentejuelas, brillos y muchas risas. Y algo de nervios. Aunque los representantes que hemos escogido en las últimas ediciones no han llegado a encender la chispa de nuestro nerviosismo, siempre muy alejados de los primeros puestos. Sí, es una horterada Eurovisión, pues claro, menudo descubrimiento, y musicalmente no aporta nada, que es otro argumento muy repetido, por supuesto que no, tampoco lo pretende. Basta con examinar las canciones de los últimos años; con una mano, y me sobran dedos, tendría para contar las que se salvan. Y es de frikis, que sí, que ya lo sé, y no me importa que me llamen friki. Todo cierto, y hasta algo más, pero yo no puedo evitar echar de menos algo que me ha reportado tantos buenos momentos y que he compartido con las personas que más quiero. Ese es mi auténtico festival, el de las emociones, el de los recuerdos. Por eso, nada más escuchar su característico himno a mi interior regresan un montón de momentos que relaciono con la felicidad. Y vuelvo a estar con mis padres y hermanos, y vuelvo a estar rodeado de amigos. Porque la arquitectura de la felicidad en muchísimas ocasiones es bastante más simple y concisa de lo que imaginamos. Y hasta puede ser hortera. Incluso frívola, fíjate.
Después de tantos domingos de desolación, casi de luto, de hablar de cosas tan serias, y con frecuencia tan horribles, permítame un instante de frivolidad -una cana al aire tribunera-. Un ratito de frivolidad en la vida es algo sano, de verdad, no hay que ser tan profundos todo el tiempo. Ser superficial, aunque sea premeditadamente, es una necesidad a la que no hay que renunciar. Es como esa hamburguesa pringosa o ese perrito en la madrugada, tras haber dejado el hígado en la última caseta. Que le pregunten a Monedero, tan ideólogo él, que luego se toma el té con Carmen Lomana. Yo también me lo tomaría con Tamara Falcó, que ya me considero fan y hasta coleccionista de sus entrevistas. Creo que ha instaurado un nuevo género periodístico, entre el realismo pijo y la poética del “sabes”. Y lo ha hecho ella sola. En este tiempo de carencias y suspensiones, cada cual ha echado de menos lo que le ha dado la gana, que si la Semana Santa, que si la Feria, que si Los Patios, que si los abrazos, que si los besos o yo qué sé, que habrá quien haya echado de menos todo. Los redonditos, ya saben, esos a los que les gusta todo, también hay, y también tienen su derecho a ser y estar, faltaría más. Yo he echado en falta, en este tiempo, muchas cosas, sería interminable la lista, y esta semana, sobre todo, estoy echando de menos Eurovisión. Venga, no se corte, acepto friki, hortera, casposo y toda la retahíla, pero es que precisamente me gusta por todo eso. Que todos los días vamos con los zapatos limpios, somos educados con el vecino, cumplimos con los horarios, nos comportamos como es debido, y porque un día no lo hagamos, o seamos diferentes, o abramos la ventana de otros paisajes, no pasa absolutamente nada. Sano, para mí es sano. Y, en este caso, divertido. Aunque hoy tiene algo, mucho, más de nostalgia. Ya que llevaría una semana, puede que más, examinando los vídeos/canciones de los diferentes países, enfangado con las fases previas, escogiendo mis favoritos y todas esas cosas que vengo haciendo desde ya hace tantos años.Si miro hacia atrás, puedo verme frente a la pantalla de la televisión, viendo el festival de Eurovisión junto a toda mi familia. Enséñame a cantar, de Micky, Bailemos un vals, de José Vélez, Quédate esta noche, de Trigo limpio, Él, de la felina Lucía, o el descomunal descalabro de Remedios Amaya y su célebre barca que no acabó manejando nadie, fueron algunas de nuestras propuestas por aquellos años. El nerviosismo compartido, la emoción del instante, las risas contagiosas con mis hermanos, que mi padre recriminaba con el Ducados entre los dedos, nenes, que no me entero. Alrededor de la redonda mesa familiar, comiendo caracoles a mansalva, mientras se sucedían las actuaciones. Para las votaciones dejábamos los quicos y las pipas. El año de Betty Missiego, ese alarde nuestro de gallardía hispánica, le dimos el triunfo a Israel con nuestros votos. Es lo que más cerca recuerdo del triunfo en Eurovisión. Entonces, para lamernos las heridas, teníamos la OTI, que era un festival en español, a lo Palacagüina, que ganábamos casi todos los años y hasta alguno más. Fuera del nido familiar, he seguido celebrando Eurovisión con mis amigos, y en gran medida he recuperado esas veladas alocadas de caracoles, pipas y canciones, y lentejuelas, brillos y muchas risas. Y algo de nervios. Aunque los representantes que hemos escogido en las últimas ediciones no han llegado a encender la chispa de nuestro nerviosismo, siempre muy alejados de los primeros puestos. Sí, es una horterada Eurovisión, pues claro, menudo descubrimiento, y musicalmente no aporta nada, que es otro argumento muy repetido, por supuesto que no, tampoco lo pretende. Basta con examinar las canciones de los últimos años; con una mano, y me sobran dedos, tendría para contar las que se salvan. Y es de frikis, que sí, que ya lo sé, y no me importa que me llamen friki. Todo cierto, y hasta algo más, pero yo no puedo evitar echar de menos algo que me ha reportado tantos buenos momentos y que he compartido con las personas que más quiero. Ese es mi auténtico festival, el de las emociones, el de los recuerdos. Por eso, nada más escuchar su característico himno a mi interior regresan un montón de momentos que relaciono con la felicidad. Y vuelvo a estar con mis padres y hermanos, y vuelvo a estar rodeado de amigos. Porque la arquitectura de la felicidad en muchísimas ocasiones es bastante más simple y concisa de lo que imaginamos. Y hasta puede ser hortera. Incluso frívola, fíjate.