Sabrá el lector habitual de este espacio que, llegadas estas fechas, se me antoja abandonar el análisis absurdo de la prensa diaria para centrarme en comentar las cuestiones rutinarias de nuestra insignificante existencia por lo apasionantes que se tornan a la clara luz del mes de agosto. Y, por eso mismo, me andaba preguntando hoy si también ustedes lo habrán observado o es una impresión exclusivamente mía. La cuestión es que, en los últimos meses se me está dando con cierta asiduidad la circunstancia de encontrar gente que, a mitad de un viaje, se queda tirada en la carretera. Creo recordar que esto pasaba mucho hará unos treinta años, cuando los coches, con la mitad de ingeniería que los actuales, se calentaban en un puerto de montaña y dejaban a familias enteras de ocho miembros tiradas, dentro de un habitáculo en el que hoy no caben cuatro, hasta que pasaba una patrulla de la Guardia Civil de tráfico que los sacaba del atolladero. Eran otros tiempos, tiempos en los que existía una cierta humanidad que nos permitía detener el vehículo y ofrecernos a ayudar, tiempos en los que había cabinas telefónicas cada pocos kilómetros y en los que las madres solían llevar una tableta de chocolate en el bolso por si esto pasaba y había que echar la noche.
Pero los coches dejaron de estropearse y casi todas las carreteras se rellenaron de asfalto hasta la planicie y llegaron los teléfonos móviles y empezaron a relajarse las medidas de salvamento o supervivencia. Desde que la especie humana se convirtió en autosuficiente gracias a las nuevas tecnologías, raro es el viaje en que una se encuentra a las autoridades de tráfico circulando por la misma vía que el resto, o que alguien aprovisione el coche como si fuera a hibernar en la autopista, por no hablar de la espeluznante idea de tener que parar el vehículo para socorrer a otro conductor, como si nos lo fuera a robar a punta de navaja, que casos se han dado. No obstante, y me repito, últimamente, cada vez con más frecuencia, se ven coches parados en el arcén a causa de una avería. Lo que parece que sucede es que el parque de automóviles está envejeciendo sin que nadie haga nada por remediarlo. Y la razón más plausible parece que, si antes de la crisis, la gente, por regla general no dejaba que su coche cumpliera demasiados años e incluso lo llevaba al taller de vez en cuando para hacerle un chequeo antes de emprender un viaje, esto hoy es casi impensable y no lo digo sólo yo. El que no tiene para comer como antes, del coche ni se acuerda hasta que explota. No hay para coche nuevo, ni para revisiones, ni para cambiar las ruedas, pero, ojo, nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia, puede dejar de haber para teléfono móvil de última generación con tarifa plana y acceso ilimitado a internet, que es artículo de primerísima necesidad y en el que todos confiamos para cualquier imprevisto. Decía mi amigo Gonzalo una de esas tardes de reunión de amigos en las que cada uno está pendiente de su móvil sin hacer el menor caso de los demás, a los se puede mandar un whatsapp luego, que llegará el día en que la conexión a internet brote de las hojas de los árboles. Pero, hasta entonces, parece que nadie haya caído en la cuenta de que siguen existiendo lugares sobre la corteza terrestre en los que el móvil se niega a dar señal por muy en huelga que se declare el coche o por muchos apuros en los que se encuentre una.
Y, en uno de éstos, me tuve que ver el viernes pasado, cuando, por circunstancias de la vida que no vienen al caso, me dieron las cinco de la tarde en una carretera de metro y medio de ancho por cuarenta kilómetros de largo, doble sentido y más curvas que el pelo de Beyoncé en su estado natural, destino: las tierras más altas de Soria. Empezó a llover como comienza todo lo que una no espera, de sopetón y a cubos, de modo que reduje la velocidad con la falsa esperanza de que el agua cayera también más lento y encendí todas las luces del coche, incluidas las de dentro, diciéndome a mí misma: "Ya que tú no ves ni la hora, por lo menos, que te vean". No iba tan mal la cosa cuando la lluvia paró de repente para dejar paso a una tormenta de granizo como no había visto yo despierta en todos los días de mi vida. Imaginaba el camino y los idílicos campos de Castilla, tan poéticamente tratados por Antonio Machado, siendo ya todo uno por delante de mí mientras, desde dentro del coche, escuchaba sin perder ripio lo que parecía la rompida de la hora de Calanda. Pensé en detenerme, no se crean que no, pero también pensé que, en una carretera en la que, curva a curva, es necesario poner el coche a dos ruedas para que pase entero, pararse a esperar que viniera uno por detrás con la misma visibilidad que yo, es decir, ninguna, a darme un apasionado beso en el maletero que me terminara de arreglar el día, quizá no fuera lo más inteligente, aunque también es cierto que no parecía haber un alma en kilómetros a la redonda. De modo que continué completamente a ciegas con el granizo llamando insistentemente a la luna delantera y tratando de pensar en algo más agradable que un barranco de tres o cuatro metros de profundidad en el que acabar de pasar la tarde. Qué sensación de abandono. Como ya habrán podido deducir a estas alturas, conseguí salvar los baches, que haberlos habíalos cada diez centímetros, con la dignidad que le queda a alguien que no sabe por dónde va, no recuerda de dónde viene y no tiene ni repajolera idea de dónde está, y avanza abrazada al volante, sin permitirse pestañear una sola vez en la eternidad en que puede convertirse un cuarto de hora, como si la vida pasara supersónicamente, pero con los caracoles subiéndosele a las ruedas. Era un momento perfecto para elaborar un compendio de pensamientos profundos, para detenerse a pensar en lo frágil que resulta la existencia humana o en que ya no se fabrican coches como los de antes y, sin embargo, seguro que lo comprenden, conducir en las citadas circunstancias o la certeza de que era prácticamente imposible salir de allí ilesa no resultó tan angustioso como para plantearme otra cosa que no fuera: "Y, cuando se rompa el cristal, ¿qué carajo hago yo aquí... ¡sin cobertura!?"
Así fue ni más ni menos. A esto se ha reducido nuestro extraordinario cerebro de homo sapiens en continua evolución. Años, décadas enteras de investigación científica y tecnológica y en esto es en lo que nos hemos convertido. En individuos capaces de prescindir de cualquier derecho fundamental, de la sanidad, de la educación, de una vivienda digna, de un coche medianamente fiable, de las comodidades del bienestar que creímos conocer. En gente capaz de morir de frío, o de hambre, o de cualquier enfermedad imaginable. En alguien que puede aceptar cualquier desgracia sobrevenida, como, por ejemplo, pongo por caso, sentir que el cielo entero se le parte sobre la cabeza una tarde de viernes cuando tenía todo el fin de semana por delante y nadie con quien compartirlo, e incapaz de elaborar un pensamiento más digno con el que coronar ese momento que: "Por Dios, ahora no, ¡que no tengo móvil!"