Pasaba tanta hambre que se comía las palabras. No las necesitaba. Desde niño había sido marginado, explotado y obligado a obedecer sin rechistar. Pasaron los años. Un día la vió. Al segundo se enamoró. Quiso decirle te quiero, te adoro, te amo, me gustas. Pero eran palabras que ya se había tragado mucho tiempo atrás. No le parecían útiles en su “universo”. También se había comido miedo, casi por lo mismo, y le sentó bien. Hizo un recuento de palabras que le quedaban en la despensa. Odio, venganza, muerte y pocas más de ese tipo. Pensaba que podrían valerle algún día. Las reservaba.
Sin saber qué decir, miró a su amada fijamente. Extendió su mano abierta hacia ella y se declaró de carrerilla esperando ansiosamente pronunciar algo que le sirviera: yo te, te, te…tú me, me, me. Ella asintió. Pensó que el chico se había quedado mudo de amor y emoción, no le importaba. Estrechó feliz aquella mano que la señalaba, llevándola despacio a sus labios. Vió caer en su muñeca un desfile de lágrimas que brillaban como diamantes. Serían su pulsera de pedida, pensó. Le bastaba con sentirla un instante.
Le dijo al mudo que hambre de amor no pasarían. Le prometió que entre ellos sobrarían las palabras. Y así fue hasta que la muerte los separó. Había olvidado comer esa palabra.