Por fin unos familiares, los padres de la niña de seis años asesinada la semana pasada por una bomba de Eta en Santa Pola, han pedido que los terroristas paguen toda su vida el horrible dolor con el que los han destruido.
Estábamos habituados a que los allegados a las víctimas etarras proclamaran su falso perdón a los verdugos, incluso antes de que éstos fueran detenidos, “para que el nuestro sea el último muerto”.
Esta pánfila debilidad seguía la doctrina del clero patriota vasco, que exige que los ciudadanos, incluso antes de ser víctimas, le concedan indulgencias plenarias a los terroristas en nombre de la paz, el diálogo y para que no se enfaden mucho.
La máxima mansedumbre se manifestó cuando liquidaron al ex ministro socialista Ernest Lluch: sumisos bueyes, pacifistas infantiles trataron al muerto de estúpido al asegurar que, de haber podido, en lugar de defenderse o de escapar, habría dialogado con sus asesinos y antes de le volaran la cabeza los habría indultado.
Ni siquiera llegan tan lejos las más seráficas doctrinas cristianas, que afirman que la condición indispensable para ganar el perdón es mostrar arrepentimiento.
Pues ahora, unos padres han expresado su justo odio saludable, y piden para los asesinos una cadena perpetua constitucionalmente imposible.
Cuando detengan a los terroristas deberíamos reclamar que, al menos, cumplan íntegramente su condena, y que solo puedan reducirla con el perdón explícito de estos padres, que sí padecerán cadena perpetua de dolor.