Aquella noche no existía nadie más. Ninguno de los transeúntes que caminaban por las calles de Madrid podría haberle hecho salir de su ensimismamiento. Ni siquiera él sabía si iba a salir bien lo que le había llevado hasta allí. Ni siquiera él conocía por qué estaba ahí. Había sido todo demasiado raro, con una batalla entre cabeza y corazón de las que hacen que ambas partes acaben doloridos, de las que dejan más perdido que antes de dejarles iniciar la batalla. Él, allí, se sentía solo un conejillo de indias de un Dios cualquiera que jugaba con sus sentimientos. Tras acercarse a ese lugar sabía que no tenía que estar allí.
La paradoja de las grandes ciudades es que puedes ser invisible con mucha más facilidad que en un pequeño pueblo. No deja de ser irónico que cientos de persones pasen a tu lado cada minuto y que ninguno se preste a mirarte. Los tiempos de los saludos, de la sonrisa y de la sociabilidad parece que quedaron atrás hace mucho tiempo. Ahora nos hemos vuelto huraños, protegidos por nuestros auriculares, aislados en una única persona que nos acompaña o caminando en solitario mientras contemplamos una pequeña pantalla de teléfono en la que observamos como tontos cómo nuestros «amigos» están haciendo cosas interesantes. Desde luego, la humanidad podrá avanzar tecnológicamente, pero cada día somos menos seres sociales, menos animales, menos personas.
Gracias a la discreción que da la muchedumbre, pudo aproximarse, con pequeños pasos, hasta aquel lugar al que se dirigía. No lo había meditado suficientemente bien, y ni siquiera sabía qué parte de su cuerpo había ganado la discusión, pero el hecho de que caminase hasta allí significaba que uno de los dos se había impuesto, o puede que ambos hubiesen pactado actuar contra el que se pensaba su dueño.
Cuando apoyó el primer pie en el borde del puente su cerebro hizo un amago de echarle para atrás. «Así que al final ha ganado el corazón», pensó para sus adentros nuestro transeúnte. «Es igual, si me ha llevado hasta aquí es que ha tomado la decisión correcta». El segundo pie se colocó sobre la barandilla con incluso menos resistencia. Allí volvió a sentirse vivo, como no lo había hecho desde mucho tiempo atrás. El viento golpeando su cara le había devuelto la sonrisa que el mundo se había empeñado a destruir a base de golpes. Notó un calor parecido al de la embriaguez recorriendo todo su cuerpo, y no puedo evitar expulsar con todas sus fuerzas una sonora carcajadas.
De todos los viandantes que pasaban a su alrededor eran muy pocos los que se detenían. La mayoría simplemente giraban sus cabezas ante el amargo final de un compañero más de especie, pero continuaban su trayecto, no fuera a ser que no llegasen a tiempo a sus importantes citas. Los que se paraban no decían nada. Se agarraban de las manos, los acompañados, y aguantaban la respiración los solitarios, pero nadie tenía el valor suficiente para alargar una vida.
Su primer intento de lanzarse al vacío no funcionó. Sus piernas no reaccionaron a la orden de su corazón. Quería saltar. Sabía que si lo hacía dejaría sus penas y su dolor atrás, que le esperaría el cielo, un lugar de felicidad y eternidad, o simplemente una nada que sería mucho más agradable que la vida que arrastraba. Él sabía que tenía que hacerlo, no podía ahora bajarse sin más. Iba a saltar. «Tres respiraciones y vamos», dijo para sí mismo, en voz alta, tratando de darle un mayor peso a sus palabras, de firmar un pacto inquebrantable con el viento.
Sin embargo, cuando sus piernas se flexionaron y el salto era inminente, notó como alguien le agarraba del pantalón. No era más que una niña que se había separado del cuidado de sus padres, los cuales le gritaban desde lejos que se acercase a ellos, que era peligroso estar ahí, palabras a las que ella no había hecho el menor caso, sabedora de que había alguien que necesitaba ayuda, portadora de una mente joven, de niño, que todavía no se había intoxicado con los prejuicios y los pensamientos de los adultos. Una mente que solo veía almas, no recipientes.
—Señor, si se sube ahí puede caerse, tenga cuidado —le dijo la niña en voz muy bajita, que solo él y ella pudieran percibir.
El hombre la contempló de hito en hito. «¿Por qué una niña había tenido que acercarse a estropearlo todo?», pensó para sus adentros. La miró, con una expresión en el rostro difícil de escrutar. Su vista se centraba en aquella pequeña muchacha que había sido la única persona que en los últimos meses le había dicho palabras que no buscasen hacerle daño. Quizás hasta llamarla persona sería insultarla. Cuando su ensimismamiento fue desapareciendo, pudo escuchar como sus padres corrían hacia ellos, tratando de salvar a la pequeña de aquel loco que estaba de pie encima de un puente. Solo cuando notó el abrazo de aquella chiquilla en su pierna derecha bajó la izquierda del borde del puente. El calor de ese abrazo le había dado fuerzas, seguridad para darle una última oportunidad a la vida y a aquellos que forman parte de ella.
—Vuelve aquí, cielo, es peligroso estar ahí —escuchó decir a la madre de la niña—, deja que ese hombre haga sus cosas, que nosotros llegamos tarde.
Al escuchar estas palabras, el hombre agarró con fuerza a la niña y, contemplando fijamente a sus progenitores, se dejó caer hacia abajo de espaldas. Los gritos de la niña hicieron que la abrazase con mucha más fuerza, mientras a su oído le susurraba que solo quería salvarle del mundo en el que vivían, de personas como las que les rodeaban y les permitían ser invisibles. Su cerebro tenía que mantenerse tal y como estaba. Sin prejuicios. Puro.
Carmelo Beltrán@CarBel1994