Todos se quejaban de sus rutinas. Sus amigos maldecían volver a incorporarse a sus rutinas laborales desde días antes de agotar las vacaciones. Otros deploraban tener que continuar con las indeseables rutinas cotidianas porque les impedían dedicarse a lo que de verdad les gustaría: hacer otra cosa. Su mujer maldecía la rutina doméstica que la ataba a la cocina y a dedicarse a una familia acostumbrada a depender de ella por simple comodidad. Los vecinos se saludaban deplorando la rutina de una convivencia forzada que sólo deparaba problemas y malentendidos en la comunidad, mientras aludían al tiempo como rutina para soportar el trayecto en el ascensor con unos conocidos perfectamente extraños. Los niños temían la rutina de la vuelta al cole y los madrugones por obligación. Los periódicos repetían las noticias rutinarias sobre el destino de veraneo de la clase política y otras élites sociales que a nadie interesaba. Todas las personas con las que se cruzaba expresaban su desazón por las rutinas que lastraban sus vidas, pero él deseaba tener alguna rutina a la que volver y poder denostar. Estaba sin empleo y los días le parecían cualquier cosa menos rutina: eran un calvario interminable, sin rutina.