“Sinfonía para cuerdas, n.° 9 y n.° 11″ de Jakob Ludwig Felix Mendelssohn Bartholdy

Por Peterpank @castguer

La precocidad musical de Mendelssohn solo puede parangonarse con la de Mozart, aunque sea bastante menos conocida. Ciertamente, se sabe que el Octeto para cuerdas en mi bemol mayor, op. 20 y la obertura de Sueño de una noche de verano compuestos a los dieciséis y diecisiete años (1825 y 1826) son milagros de una adolescencia creadora que incluso ni Mozart ha podido igualar. Pero, a diferencia de Mozart, Mendelssohn jamás sobrepasará -en verdad- estas obras maestras juveniles. Además, ellas no fueron solo un fenómeno de generación espontánea. Desde la edad de once años (1820) el joven Felix se había lanzado a componer en abundancia, dando pruebas de inmediato de una sorprendente seguridad de escritura, adquiriendo con notable rapidez esa soltura y elegancia que admiraremos luego en toda su producción, aún cuando el vuelo de la inspiración fuera menos ardiente. En la primera mitad del pasado siglo se comenzó a extraer del olvido esta importante producción de primera juventud, ignorada incluso por el compositor, y que se hizo gradualmente accesible por la edición impresa y por el disco. Entre los 121 opus numerados de Mendelssohn, los últimos 49 son obras de publicación póstuma, las que no satisfacían al compositor. Entre ellas podemos, encontrar la Sinfonía n.º 4 en la mayor, op. 90, Italiana y la Sinfonía n.º 5 en re menor, op. 107, Reforma, lo que ilustra el nivel de exigencia que mostraba ese músico dichoso de pluma fácil. No es entonces raro que con deliberación haya desdeñado las obras de su primera adolescencia. Así, las cinco sinfonías generalmente conocidas fueron precedidas por no menos de doce Sinfonías para cuerdas entre 1821 y 1823, y de las cuales una fue luego reconstruida para orquesta completa. Las cuatro últimas de estas sinfonías datan de 1823 y hemos elegido para esta presentación las dos más importantes de entre ellas. De las restantes cabe mencionar que la Sinfonía para cuerdas n.º 10 en si menor no posee sino un solo movimiento y la Sinfonía para cuerdas n.º 12 en sol menor, tres. La más desarrollada de toda la serie, la Sinfonía para cuerdas n.º 11 en fa mayor, cuenta con cinco movimientos.

Estas sinfonías de juventud, al igual que gran cantidad de conciertos, sonatas diversas y numerosas composiciones de música de cámara, fueron creadas para su ejecución dentro del núcleo “familiar”. No conocemos juventud más dichosa que la de Felix: nieto del ilustre Moisés Mendelssohn (filósofo judío de la Edad de la Razón), e hijo de un rico banquero, Abraham Mendelssohn (que decía placenteramente, y desde luego sin amargura, que él no había dejado de ser el hijo de su padre sino para convertirse en el padre de su hijo), se benefició con una excelente educación, que le permitió expandir sus múltiples talentos. Dicha educación, por lo demás no exenta de exigencias (con la sola salvedad de domingos y festividades), era compartida con su hermana mayor Fanny, tiernamente amada e igualmente artista por naturaleza; Felix debía levantarse todos los días a las cinco de la mañana; la cultura general, el dibujo, la pintura, la equitación, la natación, el ajedrez, se unían a una formación musical muy completa. En este último dominio, el maestro más importante del joven Mendelssohn fue Carl Friedrich Zelter, el consejero musical de Goethe. Zelter, alumno de un discípulo de Johann Sebastian Bach, era uno de los pocos músicos de esa época a los que les era familiar la obra entonces olvidada del Cantor de Santo Tomás, y Mendelssohn le debe sin duda su seguridad de escritura en el estilo contrapuntístico, así como su adoración por Bach, de cuyo redescubrimiento fue parte primordial, con su memorable ejecución de la Pasión según San Mateo, concierto celebrado en Berlín el 11 de marzo de 1829.

El padre de Mendelssohn, no contento con asegurar a sus hijos los mejores maestros, organizó una orquesta privada que puso a su disposición, y es para este conjunto, limitado a las cuerdas, que Mendelssohn compuso sus Sinfonías para cuerdas desde 1821 a 1823. A principios de 1824, durante la representación familiar de la cuarta ópera del niño prodigio, El tío de Boston, Zelter emancipa solemnemente a su alumno delante de toda la audiencia, declarando: “Desde este día, no eres más un aprendiz, sino un miembro independiente de la cofradía musical. Yo te proclamo independiente en el nombre de Mozart, de Haydn y del anciano Padre Bach”.

Estos tres hombres son en efecto quienes han influido en las Sinfonías para cuerdas. Sus numerosos desarrollos fugados pertenecen a quien ha asimilado a fondo la lección del Clave bien temperado. La escritura instrumental muestra en él una elegancia y un virtuosismo dignos de Mozart. En las cuatro sinfonías de 1823, las violas están divididas, como en los grandes Quintetos de Mozart, que Mendelssohn sin duda conoció. El tratamiento espacioso de la forma sonata, la vivacidad de los ritmos, el perfil alerta de los temas, todo muestra la fecunda influencia de Haydn. Finalmente, algunas inflexiones sugestivamente románticas, que anuncian al Mendelssohn futuro, nos hacen pensar que, a los doce años, él ya había encontrado a Weber. Si algún reproche se les puede hacer a estas sinfonías juveniles, es, como máximo, la proporción a veces un poco excesiva de los Allegros extremos, los que resultan en ocasiones algo difusos.

La Sinfonía para cuerdas n.º 9 es la más antiguamente conocida de la serie. Una introducción lenta en Do Mayor (Grave en 3/4) precede al Allegro, cuyo tema principal posee una gracia muy cercana a la de las primeras sinfonías de Schubert. Tema único, porque el clásico “segundo motivo” no constituye aquí sino una variante apenas disfrazada. Sus posibilidades contrapuntistas se encuentran plenamente valorizadas en el curso del desarrollo, casi enteramente fugado. Es seguido por una reexposición muy clásica y una breve pero sonora coda. El andante, en la lejana tonalidad de mi mayor, es por cierto el más original de los cuatro movimientos, sobre todo por la elección de timbres. El primer trozo de esta forma ternaria está reservado a los violines, divididos en cuatro partes. Por el contrario, el episodio central, en Mi menor, es un fugato a cuatro voces, para violas divididas, violoncelos y contrabajos. Durante el curso de la repetición del comienzo, en un “da capo” libre, los instrumentos graves se unen gradualmente a los violines y una coda radiante de siete compases reúne al fin todo el conjunto alrededor del acorde de Mi Mayor. El rápido Scherzo en 6/8, con sus notas repetidas, se desarrolla en un ritmo alegre de tarantela (muy característico de Mendelssohn). En su centro se halla un Trío un poco más lento (più lento) sobre una melodía suiza de tonalidad curiosamente indecisa. El Allegro vivace conclusivo se extiende de manera maravillosa en Do menor, y a despecho de sus muy vastas dimensiones, se trata de la parte más vigorosa y más personal de toda la obra. Contrariamente al primer movimiento, presenta tres temas bien individualizados, el primero rítmico, el segundo fugado, y el tercero lírico. El segundo motivo es sobre el que se edifica un desarrollo polifónico cuya maestría es más impresionante si tenemos en cuenta que proviene de un adolescente de catorce años. Una brillante Coda-stretta (Presto, luego più stretto) concluye la sinfonía restaurando el modo mayor.

La Sinfonía para cuerdas n.º 11 invierte el orden de los modos con relación a la precedente, porque aquí el primer movimiento se inicia con un Adagio que afirma engañosamente un Fa Mayor. El allegro molto que sigue es de nuevo monotemático, y una vez más las promesas polifónicas del tema inicial se encuentran realizadas en el curso del desarrollo, menos extendido sin embargo que el del movimiento correspondiente de la Sinfonía para cuerdas n.º 9. Pero en lugar de la reexposición, Mendelssohn nos ofrece un inopinado recuerdo de la introducción Adagio, seguido de una rápida coda sobre el tema del Allegro molto. El segundo movimiento, en Re menor intitulado “Schweizerlied” (“canción suiza”) es un Scherzo de paso moderado, de libre forma ternaria y de carácter gracioso y melancólico a la vez. Para la reprise Mendelssohn nos reserva una alegre sorpresa: la participación episódica de una pequeña percusión (timbales, triángulo y platillos).

Continúa luego un Adagio en Mi Bemol Mayor de carácter esencialmente melódico y lírico; trozo pleno de encanto que constituye el punto de reposo central de la partitura. Reencontramos el tono inicial de Fa menor en el cuarto movimiento, titulado Menuetto (Allegro moderato) y que debe ser el único minué en 6/8 de toda la música, se trata en efecto de un segundo scherzo, con un Trío muy melodioso en Fa Mayor que contrasta con gran felicidad con el Scherzo “suizo” precedente. Nuevamente, Mendelssohn ha hecho de su final (Allegro molto en Fa menor) el trozo más vasto, más elaborado y más ambicioso de toda la partitura. Esta vez, el tema principal es sujeto de fuga ya en la exposición. El desarrollo se inicia con una larga zona de calma, luego los bajos presentan un nuevo sujeto de fuga, caracterizado por sus síncopas y al cual el tema inicial se une a continuación, haciendo de este desarrollo una doble fuga. Una nueva calma, simétrica de la precedente, conduce a la reexposición, en el curso de la cual el tema principal se asocia, ahora pasajeramente, al sujeto sincopado del desarrollo. Un “diminuendo” de un humor muy haydiniano precede a la conclusión, vigorosa y sonora, afirmando definitivamente el triunfo del modo menor.

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Sinfonía para cuerdas n.° 9 en do mayor

Sinfonía para cuerdas n.° 11 en fa mayor

De la Sinfonía para cuerdas n.° 11 en fa mayor

De la Sinfonía para cuerdas n.° 9 en do mayor