He sopesado muy mucho a lo largo de todo este tiempo la conveniencia de mantener abierto este blog que nació, básicamente, para obligarme a escribir. Una pequeña ventana a través de la cual asomarme y, también, desde la que dejarme ver. Entrever. Intuir.
Releo mis antiguas entradas y, como suele ocurrirme cíclicamente, siento que ésta que escribe no tiene nada que ver con aquella que escribía. Mucho menos con aquella que escribió. He perdido, como las serpientes, varias camisas de escamas a lo largo de estos meses. Toneladas de queratina que se han ido quedando pegadas, día tras día, a la pantalla de un ordenador delante del cual he visto tantas veces amanecer y anochecer en un titánico ejercicio de crecimiento personal y laboral del cual regreso sabia, cierta, temeraria, desafiante.
No sé, como decía al principio de este post y habida cuenta de la extrañeza que siento en este espacio, si vuelvo para quedarme o despedirme. Me enfrento a una etapa repleta (otra vez) de decisiones vitales que habré de tomar en breve y que, es más que probable, llevan aparejadas una nueva (y espero que prometedora) travesía por el desierto.
Dudo mucho que el periplo me permita estirar tiempo y esfuerzo al punto de venir por aquí a contar mis nimiedades, así que, por si este fuera el último post que escribo, desearos (como me lo deseo a mí misma) un feliz viaje por el fugaz presente y una provechosa singladura por el siempre misterioso futuro.
Me marcho, como la gran serpiente egipcia, zizagueando, casi en silencio, duna arriba, en busca de nuevos soles. Y ya que no me es dado el privilegio de la salvífica música para camaleones, me permito hacer sonar en esta hora de vértigo violines, timbales y cascabeles de arena.
Pentagrama tuareg. Sinfonía para una Cobra.