Colgado del arco de la entrada y sujeto a duras penas con una mano en lo alto del mismo pensé en una fracción de segundo en la mala pinta que tenía la situación. La escalera terminaba de caer aparatosamente sobre el suelo con estrépito con su vértice desencajado y quedaba justo bajo mis pies en una posición forzada. A una altura de metro y medio, comprendí enseguida el riesgo de dejarme caer y pisar de mala manera alguno de aquellos peldaños. Podría, como mínimo, partirme una pierna si no acertaba a posar mi pie en uno de los huecos. Pero lo peor sería que cayera hacia atrás golpeándome la cabeza. Sabía lo que significaba un hematoma subdural pues mi padre lo había padecido tras un accidente de coche: meses de postración y dependencia total de los demás para todo. Y eso contando con que no fuera más grave: tengo familiares cercanos que han muerto tras caerse de una escalera.
La mitad de las luces de navidad, embutidas en una manguera transparente, colgaban desde la clave del arco y la estrella luminosa aparecía caída junto a la escalera. Esta vez me había confiado demasiado, me había impulsado desde el último peldaño para alcanzar un enganche tras el arco y al pisar haciendo una presión lateral el vector resultante de mi peso y el empuje lateral se salió de la base de sustentación que formaban las patas: la bisagra de la tijera que formaban las patas sufrió un tremenda torsión y cayó dislocada al suelo. Yo solté inconscientemente la estrella de armazón metálico que llevaba en las manos y me aferré con los dedos al borde del arco. Pero no podía aguantar mucho en esa posición. Así que en menos de dos segundos, cuando la escalera apenas había terminado de descomponerse tras la caída salté intentando que mis pies quedaran uno en el interior de la tijera y otro en el exterior de uno de los rieles. Tuve suerte. Tan solo me golpeé la tibia con el riel al posar los pies y caer hacia mi derecha. Pero al apoyar la muñeca tratando de amortiguar mi caída lateral sentí un agudo dolor. Salí a gatas del revoltillo de aluminio que formaban los restos de la escalera y me senté sobre el suelo mientras examinaba la mano derecha y comprobaba aliviado que no había fractura. Eso sí, el fuerte dolor ya me hizo suponer que tenía una contractura o un esguince de caballo. Me imaginé, al menos, una semana vendado con las incomodidades que conlleva, pero sonreí para mis adentros: ¡Había tenido mucha suerte!