Nos pasamos la vida persiguiendo la ilusión de alcanzar la estabilidad. En la pareja, en el trabajo, en determinadas relaciones interpersonales o en nuestro estilo a la hora vestirnos o de comportarnos ante los demás. Tal vez porque ya desde pequeños nos inculcaron que la inestabilidad era algo peligroso, mal visto y aún peor entendido. Pero alguien olvidó advertirnos que no hay nada más inestable que la vida, porque no deja de enfrentarnos a continuos cambios ni de transformarnos continuamente en otros, aunque creamos ingenuamente que seguimos siendo los mismos.
Es curioso que sólo seamos capaces de atisbar esa cualidad inestable de nuestra propia naturaleza cuando nos enfrentamos a la muerte de un ser querido.
“No somos nadie”
“Sólo estamos aquí de paso”
Son frases de lo más socorrido en los funerales a las que acaban recurriendo personas de lo más diversas. Da igual que crean o no crean en Dios, que tengan más o menos dinero, que abracen una ideología política o la contraria. Todas coinciden en que la vida es más breve de lo que acostumbramos a creer y en que, por más que hayamos luchado por alcanzar nuestras particulares metas, nada nos llevamos con nosotros en el momento de partir.
Si en esos momentos lo tenemos todos tan claro, ¿por qué lo olvidamos tan pronto y al día siguiente seguimos con las mismas rutinas e idénticas actitudes?
Imagen encontrada en https://www.danielcolombo.com/como-alcanzar-el-estado-de-flow-para-fluir-con-la-vida-por-daniel-colombo/
En la vida no se trata de llegar a la meta, sino de tratar de disfrutar del camino que recorremos mientras la perseguimos. Lo que menos debería importarnos es el resultado, porque lo que nos mantiene en pie es la motivación por alcanzar un fin determinado y no el fin en sí.
¿Cuántas veces no nos ha pasado que, después de meses o incluso años de esfuerzo y sacrificio por conseguir una meta, al alcanzarla nos hemos sentido desencantados, raros o incluso tristes? Porque… ¿y ahora qué? La motivación que nos guiaba hacia el objetivo ha desaparecido. Hemos alcanzado la recompensa, pero ésta no nos hace sentir como esperábamos. Porque la chispa de la vida no la encienden las recompensas por sí mismas, sino la ilusión de obtenerlas.
En el terreno de las relaciones de pareja son frecuentes las quejas de que, pasada la fase de enamoramiento, la pasión se enfría y todo se vuelve rutina. Acostumbramos a culpar siempre a la otra parte, pero no nos miramos de cerca nosotros mismos. No somos capaces de entender que lo que ha cambiado no es nuestra atracción ni nuestros sentimientos hacia la otra parte ni viceversa. Lo que ha cambiado son nuestra actitud y su actitud. La sensación de estar alcanzando la estabilidad en la pareja a veces conlleva cierta relajación por ambas partes que las lleva a suponerse en terreno seguro. Creen que ya no necesitan esforzarse cada día en mantener la pasión que les une; que ya no tienen que seguir impresionando y conquistando, que ya tienen a la otra persona a su merced y que, hagan lo que hagan, nada tienen que temer porque su pareja siempre estará ahí.
Algo parecido ocurre en el ámbito laboral. Cuando una persona empieza a trabajar en una empresa suele intentar darlo todo de sí misma para conseguir la aprobación de sus superiores mirar de asegurarse su continuidad en el puesto. Pero, una vez conseguida esa soñada estabilidad laboral, no siempre los trabajadores seguimos rindiendo de la misma manera que lo hacíamos mientras éramos temporales.
Al sentirse más protegidos legalmente, algunos se anclan en la rutina y acaban actuando más como robots programados que como los profesionales proactivos que se esperaría que fuesen. Otros se fijan metas más elevadas y se dedican en cuerpo y alma a tratar de alcanzarlas al precio que sea, aunque ese precio implique aprovecharse de la buena fe de compañeros que antes les han ayudado.
El caso es que ni unos ni otros logran satisfacer el verdadero sentido de la vida: disfrutar de sus caminos. Porque los primeros se pasan el día quejándose de su suerte, criticando las particularidades de su puesto de trabajo, quejándose de sus compañeros, de su salario, de sus horarios o de todo aquello que se les pase por la mente y consideren que pueda justificar su falta de implicación, su desidia, su improductividad. Los segundos, aunque sean los que finalmente se acaban labrando una imagen de éxito, tampoco disfrutan lo que viven, porque lejos de experimentar el presente, sus mentes habitan el futuro con el que no dejan de soñar tanto cuando están dormidos como cuando permanecen despiertos.
Afortunadamente, no todas las personas pueden clasificarse en alguno de esos dos grupos. Hay quienes viven toda su vida sintiéndose de paso en todas partes. Aunque consigan mantenerse en una relación de pareja estable y permanecer en el mismo puesto de trabajo durante años, nunca tienen la sensación de poder relajarse porque entienden que la vida, por rutinaria que nos parezca, puede sorprendernos cada día tanto para bien como para mal. Y, ante esa adversidad, siempre sobrevivirán mejor los que estén preparados para cambiar que aquellos que se crean instalados en una situación cómoda que nadie podrá arrebatarles. Por muy fijo que uno sea en una empresa, de un día para otro, la empresa puede sufrir una crisis y tener que echar el cierre, o reducir su plantilla drásticamente, o deslocalizarse para reducir costes de producción.
Por muchos años que dure una pareja estable, en cualquier momento una de las dos partes se puede desenamorar o enamorarse de otra persona. Porque la vida real no entiende de convicciones religiosas, ni de ética, ni de buenos propósitos. Simplemente sucede y a veces nos hace parecer caricaturas de aquellos que nos creíamos nosotros mismos.
Nuestros padres nos inculcaron en la conveniencia de seguir los caminos rectos y nosotros tratamos de hacer lo mismo con nuestros hijos e hijas, como si no hubiésemos aprendido desde hace años que los caminos rectos a veces acostumbran a desembocar en realidades asfixiantes destinadas en el mundo actual a la extinción. Porque no hay nada que dure toda la vida. Incluso las máquinas están programadas para estropearse. Es la ley de la obsolescencia, que también nos incluye a las personas. Porque, no lo olvidemos, todas tenemos fecha de caducidad y, antes de enfrentarnos a la muerte definitiva, sufrimos los efectos de muchas de esas caducidades.
Nada hay más temporal e inestable que la vida. ¿Por qué insistir en la estabilidad, entonces?
¿Por qué no intentar vivir cada uno de nuestros días como si fuese el último? Igual nos sorprendería todo lo que esa experiencia podría despertar en nosotros y en nuestra forma de relacionarnos con los demás.
Cuando nos piden que hablemos de experiencias agradables que hayamos vivido, a menudo nos descubrimos relatando episodios de nuestras vacaciones. Quizá porque es en esos días en que escapamos de la rutina habitual cuando nos damos permiso para vivir de paso, para fijar nuestra atención en todo aquello que se nos planta delante de los ojos. Y de cualquier cosa sacamos una fotografía y cualquier historia consigue secuestrarnos por un tiempo y cualquier persona que hable nuestro idioma a muchos kilómetros de distancia de nuestra casa se puede llegar a convertir en un nuevo amigo con quien quizá disfrutemos las próximas vacaciones.
Pero luego regresamos a nuestro mundo estable y perfectamente programado y volvemos a ser los mismos fracasados de siempre, ésos que miran sin ver, ésos que da la impresión que ni sienten ni padecen.
El problema no son nuestras rutinas. El verdadero problema es la actitud que elegimos para lidiar con ellas. Podemos consentir que nos arrastren hacia arriba o hacia abajo, o podemos decidir fluir con ellas, disfrutando de las sorpresas que nos iluminen cada día. Sintiéndonos de paso, porque nada dura para siempre y nuestras rutinas tampoco.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749