Sir Salman, los inmigrantes y la condena invisible

Publicado el 01 septiembre 2022 por Moebius

Especial: El caso Rushdie, el novelista apuñalado el pasado viernes 12 de agosto cuando se disponía a dar una charla en Nueva York. El debate sobre la fatua del ayatolá Jomeini contra el escritor Salman Rushdie ha sido y es más complejo de lo que suele admitirse. En la imagen, la breve aparición de Salman Rushdie en una escena de la película "El Diario de Britney Jones" (2001). Por Montserrat Álvarez para el suplemento El Cultural del periódico ABC del Paraguay.

Por Montserrat Álvarez

El novelista Salman Rushdie fue apuñalado el pasado viernes 12 de agosto cuando se disponía a
dar una charla en Nueva York. Por fortuna, según las últimas noticias al momento (16 de agosto)
de escribir estas líneas, el ataque no fue letal.
El ataque se atribuye hasta el momento a la fatua emitida el 14 de febrero de 1989 por el ayatolá
Jomeini contra Rushdie como autor de Los versos satánicos, libro publicado por Penguin Books
en 1988 que el ayatolá declaró blasfemo. Rushdie, condenado a muerte por el ayatolá, tuvo que
vivir oculto y bajo la protección policial del gobierno británico durante años.
La mayoría de los intelectuales de todo el mundo declaró su apoyo incondicional a Rushdie, pero
en algunos casos el apoyo incluyó matices o reservas. Por ejemplo, el novelista John Le Carré
señaló que «la tolerancia no llega al mismo tiempo ni de la misma forma a todas las religiones y
culturas» y que «también la sociedad cristiana, hasta hace poco, ponía el límite de la libertad en
lo sagrado» (1).
Como cualquier historiador sabe, Le Carré tenía razón. Las leyes contra la blasfemia subsistieron
hasta fechas relativamente recientes en los países occidentales (y en esa misma Inglaterra donde
Penguin publicó Los versos satánicos, la herejía fue castigada con pena de muerte hasta el siglo
XVII). Pero no tenía razón solo por eso, sino también porque sería muy ingenuo en nuestros días
creer que la censura solo responde a leyes escritas y públicas.
En 1979, apenas nueve años antes de que el libro de Rushdie apareciera en la colección Viking
de Penguin Books, la película The Life of Brian de los Monty Python tuvo que ser recortada para
su exhibición. En 1967, la tirada de otro libro de Penguin fue destruida: Massacre, del dibujante
francés Siné. Sabiendo que esa sátira del cristianismo era ofensiva para muchos, el fundador de
Penguin, Allen Lane, y cuatro cómplices entraron una noche al depósito, se llevaron todos los
ejemplares, los quemaron y anunciaron al otro día que el libro estaba agotado. No lo hicieron por
motivos religiosos, sino para no ofender al público. La misma razón por la cual aun hoy sellos
editoriales, medios de prensa, canales de YouTube, etcétera, revisan sus contenidos, y a veces los
moderan o descartan.
La prensa occidental ha presentado siempre el caso Rushdie como el choque entre una horda
sudorosa de fanáticos marrones y un escritor nacido en la India pero británico por su formación y
espíritu ilustrado que se mostró irreverente con la obsoleta religión de su felizmente superada
niñez tercermundista, es decir, como un ataque a la libertad de expresión del mundo moderno,
pero aunque en nuestras democracias laicas no se condene al blasfemo a la picota, las «arcaicas»
leyes públicas han mutado en normas tácitas (quizá más eficaces aún por ello) adoptadas en aras
del temor o la conveniencia, y, desde luego, hay sensibilidades más protegidas que otras.
Habría que considerar la posibilidad de que para algunos musulmanes la publicación del libro de
Rushdie haya podido ser incómoda, al margen de las tortuosas políticas del ayatolá. Sabemos de
represalias violentas por caricaturas que reproducen estereotipos grotescos: esas represalias no las toma el musulmán común, de a pie. Son fenómenos terroristas, de otra índole y otro origen.
Por eso mismo, antes de expresar cualquier ocurrencia –y no me refiero al libro de Rushdie, cuya
condena sospecho que fue casi aleatoria y movida por ciertos factores coyunturales ajenos a su
contenido–, sería justo tener en cuenta el natural y legítimo sentimiento de ofensa que cualquier
persona afectada por un prejuicio puede experimentar. Una cosa es reírse de los poderosos y otra,
muy distinta, de los débiles.
Más que la novela en sí, el tratamiento del caso Rushdie por parte de la prensa y de la mayoría de
los intelectuales, que aplaudieron al escritor mientras crecía el desprecio por las comunidades
musulmanes en el mundo, podría llevar a esas comunidades a sentir más precario su presente y
más incierto su futuro. Quizá para un inmigrante musulmán que sobrevive en un barrio pobre de
alguna ciudad europea trabajando como jornalero ese tipo de ejercicio ilustrado de la libertad de
expresión no tenga nada de liberador.
Desde los artículos de Christopher Hitchens en los 90 hasta el tuit de hoy del presidente francés
Macron, el caso Rushdie ha contribuido a reforzar una oposición entre Ilustración (europea) y
barbarie (musulmana) que requiere la destrucción de siglos de historia y el desconocimiento del
presente.
Gracias a esta frívola dicotomía, nadie ata los cabos sueltos (2), nadie ve la tragedia real de la
revolución traicionada, nadie reconoce el fracaso de la utopía en el edicto asesino de Jomeini. El
gobierno británico brindó protección a Rushdie porque Rushdie es un ciudadano británico. El
mundo repudia la condena a muerte de Rushdie, pero no los asesinatos de miles de iraníes por el
mismo régimen que lo condenó. El propio Rushdie habla siempre exclusivamente de sí mismo,
de su propia obra y de la fatua contra él. Nunca menciona a los cientos de escritores musulmanes
efectivamente encarcelados, torturados y ejecutados.
Le Carré también dijo que, si se trataba de vender el libro o sacarlo de circulación, le preocupaba
«más la empleada de Penguin cuyas manos podrían volar al abrir el correo que las regalías de
Rushdie». También otro escritor, Roald Dahl, declaró al Times: «Si yo fuera Rushdie, por el bien
de todos los amenazados, trituraría esa maldita cosa. Salvaría vidas» (3). Y el crítico de arte John
Berger escribió en The Guardian: «Sospecho que Salman Rushdie podría a esta altura considerar
pedir a sus editores de todo el mundo que no publiquen más tiradas de Los versos satánicos. No
por la amenaza a su vida, sino por la amenaza a la vida de aquellos que son inocentes y no han
escrito ni leído el libro» (4).
En contrapartida, el novelista Anthony Burgess no solo encontró inaceptable ceder un ápice a la
amenaza del ayatolá, sino que puso en el tapete las más amplias dimensiones de la soberanía
nacional e incluso la guerra, reclamando una respuesta acorde al desafío: «Ordenar a los
ultrajados hijos del profeta que asesinen a Rushdie y a los editores de Penguin en suelo británico
equivale a una yihad. Es una declaración de guerra a los ciudadanos de un país libre y, como tal,
un acto político. Tiene que ser respondido con una declaración igualmente directa, aunque menos
asesina» (5).
Es fundamental no dar la espalda a nadie amenazado por una fatua. Como Le Carré dijo una vez,
ninguna persona decente puede dejar de repudiarla. Solo intentamos mostrar que este debate es
más complejo de lo que se suele admitir –y, paradójicamente, tolerar–.
En los meses posteriores a la publicación del libro de Rushdie, se detectaron bombas en librerías
y en sucursales de Penguin en diversas ciudades. Aunque sea una obviedad, cabe señalar que los
empleados y vendedores, como los transeúntes, a diferencia del autor, no tenían protección
policial. Dijimos antes que el ayatolá condenó a muerte a Rushdie, que es lo que siempre se dice,
pero las palabras de Jomeini el 14 de febrero de 1989 fueron:

«Informo a todos los fieles musulmanes del mundo que el autor del libro Los versos satánicos, publicado en oposición al Islam, el Profeta y el Corán, y todos los involucrados en su publicación que conocían su contenido, quedan condenados a muerte».

El cadáver de Hitoshi Igarashi, traductor al japonés del libro de Rushdie, muerto a puñaladas, fue
encontrado frente a su oficina, en un pasillo en la Universidad de Tsukuba, al norte de Tokio,
donde trabajaba como profesor asistente, en julio de 1991. Unos días antes, el traductor del libro
al italiano, Ettore Capriolo, fue apuñalado en su apartamento de Milán, aunque sobrevivió.
Rushdie fue nombrado caballero del Imperio Británico en el 2007 por sus servicios a la literatura
y vive en Nueva York. Se ha casado cuatro veces. Su bestseller, Los versos satánicos, ha subido
esta semana al primer puesto de los libros más vendidos en Amazon.
Notas
(1) «Rushdie, Hitchens y Le Carré: titanes en el ring», Suplemento Cultural, 21/08/2022.
(2) «Ellos y nosotros y Rushdie», Suplemento Cultural de ABC Color, 21/08/2022.
(3) «Pulp book to save lives, says Dahl», The Times, 17 de febrero de 1989.
(4) William Weatherby, Salman Rushdie: Sentenced to Death, Nueva York, Carrol & Graf, 1990.
(5) «Iran Tells Britain to Condemn Book», Washington Post, marzo de 1989.

Montserrat Álvarez