Hicimos lo posible por convencerle: le explicamos nuestros puntos de vista, diversos, pero que convergían en un punto: no se puede entretener a las fuerzas del orden con tonterías, no se puede distraer a la autoridad con estupideces. Hasta, si hubieran sido otros tiempos (que, alguno de nosotros presagiaba, no estaban tan lejos de volver) le hubiéramos advertido de que podía acarrearle algún riesgo físico: policías de escaso sentido del humor y porra fácil no eran inhabituales hacía algunos años. En el fondo, hoy, sabíamos que lo peor que podía pasarle sería convertirse en el entretenimiento matinal de un becario tras un ordenador, volviéndose loco a base de intentar poner orden en su atropellado discurso y darle el aspecto formal de una denuncia que, tras infinidad de correcciones y borradores, él firmaría orgulloso y henchido de emoción, pensando que tras el acto aparentemente banal de esa firma, estaría salvando, ya no pocas vidas de inocentes, sino muy posiblemente el destino entero de un país, quien sabe si un continente o quizás, nunca se sabe, todo el planeta. Pero fue imposible disuadirle.
A partir de aquí mi relato se nutrirá básicamente de conjeturas.
Se bajó precipitadamente del autobús, no sin antes comprobar una vez más el sudoroso bolsillo trasero del pantalón, donde llevaba, doblada, una de tantas copias que había hecho de lo que, para él, representaba la prueba más fehaciente que daba respaldo a su teoría. Tenía esa manía: palparse constantemente los bolsillos cuando viajaba en transporte público, hasta ahí habían calado todas las veces que había leído sobre coordinadas y productivas bandas de carteristas que operaban en la céntrica zona donde se ubicaba la comisaría que había elegido, empujado, como no, por la serie de leyendas que la convertían, en tiempos lejanos, en centro de torturas, de conspiración anti-conspiradores, de redes de contraespionaje. En un siniestro agujero negro donde, tiempo ha, muchos desgraciados habían convertido la verde luz de sus gastados fluorescentes en la última que sus ojos habían contemplado. Sabía que lo que tenía entre manos era de gran alcance y, sin concretar mucho los motivos, sospechaba que acudir a autoridades locales sólo haría que demorar y alargar el proceso: ese proceso cuyos escalones quería saltar de dos en dos, sino de tres en tres, con tal de que acabara sobre la mesa de quien mejor pudiera actuar en consecuencia.
La cola en la entrada no fue lo que más le descompuso: fue ver el triste semblante de la mujer que estaba tras el mostrador de información. Cómo atendía con desgana y desazón, una tras otra, a las personas que aguardaban. Cómo parecía identificar las dos o tres palabras clave en que se dirigían a ella y, mecánicamente, pulsaba una u otra tecla en la máquina que tenía frente a sí, retiraba el papel que salía, y lo entregaba con pose indolente, sin explicación audible, de forma casi simultánea a la escucha del siguiente párrafo del sucesor en la cola. Él la observaba, y su mente procesaba palabras como ralentí, piloto automático, responsabilidad desproporcionada, falta de motivación, escaso sentido del deber, que escalaban todas ellas, por paredes diferentes de difícil acceso y altura engañosa, hacia la que él, inevitablemente, consideraba la definitiva: incapacidad de identificar la gran oportunidad que se le brindaba.
Llegó su turno.
-Vengo a denunciar una trama para llevar a la humanidad hacia el apocalipsis.
La mirada de la mujer se perdió en un vacío aún más profundo del que parecía. Él la miró, buscando un contacto visual imposible, pero supo que había pensado "joder". Que no lo había dicho, pero que lo había pensado. Fueron apenas un par de segundos. Supo también que resollaba sin resollar. Levantó algo la vista, pero sus miradas seguían estando muy lejos de cruzarse.
-¿Puede repetir?-He descubierto una conspiración.
Le extendió un papel, aún caliente por la tinta térmica. C-001, ponían las letras más grandes.
-Planta tercera.