Los lectores atentos a la deriva de Sitges a través de las crónicas de ediciones anteriores acaso se pregunten si el reciente discurso de regeneración, tan en boga, ha calado en el festival. Cuestión baladí al constatar que repiten la dirección y, sobre todo, el conglomerado de intereses empresariales e institucionales que la apoya. Respaldado por estadísticas nada sospechosas que cada año proclaman un nuevo récord de entradas vendidas, Sitges aspira a converger con la red internacional de cloacas festivaleras, interconectada por títulos prestigiadores, jurados y organizadores intercambiables y, colaboradora necesaria, una crítica reacia a morder cualquier mano que le despache no ya alimento, sino su promesa. Una vez se pisa el bello pueblo del Garraf, uno puede o bien adscribirse a esta última y pretender que Charlie Kaufman (Anomalisa) o Paolo Sorrentino (Youth) pertenecen a la "heterodoxia del fantástico", o bien soslayar las cloacas y adentrarse en unas catacumbas donde se agita lo más vivo del cine de género. Convulsiones invisibles para esos aficionados que transitan en la superficie, festejando igual los ochenta con una joya en 2014 (Cold in July) que con una broma en 2015 (Turbo Kid), pero apasionantes para quien tenga interés en la transición incierta en que se halla el cine de terror.
La dificultad de desprenderse del legado
Porque si el año pasado hablábamos de un fantástico transgénico dedicado a reeditar sensaciones, hoy obras como Baskin reflejan tanto la necesidad como la dificultad de desprenderse del legado reciente. El impacto que causó en 2013 el corto homónimo de Can Evrenol apuntaba para el largometraje un planteamiento conservador de survival horror en la estela de [REC]. Sin embargo, el turco se atreve a romper la escalada de suspense y sobresaltos de sus modelos con un largo clímax descriptivo, trasladándonos a un infierno anticipado por trazas lynchianas de horror psicológico. Una maniobra arriesgada que expuso sus limitaciones como director, pero también un arrojo que no demostró Mike Hostench, subdirector del festival que no dimitió al salir a la luz la incompatibilidad de su cargo y el de productor ejecutivo de este film en sección competitiva. solo veíamos otro terror de factura SundancePuede parecer injusto señalar asimismo la falta de coraje de February, una historia siniestra en un internado femenino con uno de los mensajes más radicales de esta edición. Como tantos directores primerizos, Osgood Perkins acusa su inseguridad en una atmósfera recargada que grita a cada momento su pertenencia al género. Una decisión que desdibuja lo verdaderamente inquietante: la tensión entre la aparente vulnerabilidad de los personajes (chicas jóvenes dependientes de sus familias) y su entrega a pulsiones que el consenso social catalogaría de autodestructivas, cuando en realidad combaten un vacío existencial mucho más horrendo. En cualquier caso, los titubeos de Perkins son nimios al lado de la indefinición de Sean Byrne en su regreso tras una ópera prima (The Loved Ones, 2009) con la que entonces sí supo encontrar su lugar en las postrimerías de un ciclo del género. Aunque The Devil's Candy parte de la intuición correcta de recuperar el diálogo intergeneracional que su autor desdeñaba en los albores de la era Obama, fracasa en el nivel más abstracto, en el que la irrupción del Mal debiera cuestionar la vigencia de los valores familiares y contraculturales en liza. Estos últimos, presentes en el trasfondo musical y temático de heavy metal, acaban cediendo el protagonismo a esquemas rutinarios que no dejan claro si era Byrne quien no estaba a la altura del concepto o al revés. Con pinceladas visuales menos rotundas, Demon formula en términos más precisos la idea de un consenso perturbado por una anomalía primordial. Su director Marcin Wrona (fallecido inesperadamente días antes del festival) parte del mito del dybbuk para quebrar la representación social más robusta jamás creada —una boda— por un principio implacable de extrañeza, más que de malignidad. La sobriedad de la puesta en escena y una narración a la deriva retraen de la propuesta, hasta que su conclusión nos expulsa de las coordenadas de género y nos revela un profundo drama psicosocial donde solo veíamos otro terror de factura Sundance.A la incertidumbre por el desapego de usos recientes del fantástico le acompañó en ocasiones la revisión frontal de estos. Un buen ejemplo es The Final Girls y su respuesta a la revolución en falso de The Cabin in the Woods. Mientras que Drew Goddard reducía el género a sus fans, Todd Strauss-Schulson reconduce esa autoconsciencia hipster a una reflexión sobre el potencial humanizador de la ficción a partir de un subgénero poco proclive a ello como el slasher. Un aprovechamiento de viejos mimbres análogo al de The Gift, ópera prima de Joel Edgerton que reivindica con fuerza sus hechuras de telefilm desde una dirección de actores que saca lo mejor (y lo peor) de Jason Bateman. Por la ausencia de cinismo en su construcción podría confundirse con un título shock del festival de San Sebastián; sin embargo, su inclusión en Sitges es pertinente en la medida en que irrumpe en el debate sobre viejas y nuevas formas del terror con una llamada a emanciparse de las primeras con lo puesto.Southbound sacrifica libertad por rumbo
Y contra todo pronóstico Southbound, adscrita a una variante tan explotada en los últimos años como la antología de relatos, aportó un soplo de aire fresco. Al margen de la irregularidad que comporta agrupar los talentos de Radio Silence y David Bruckner junto a otros más discretos, la armonía de criterios estéticos prevalece en los distintos segmentos, hasta el punto de suponer una ruptura con el modelo de colaboraciones entre amigos de series como V/H/S o The ABCs of Death. Southbound sacrifica libertad por rumbo, concepto fuerte por impacto visual, excentricidad autoral por cohesión de productor. En suma, renuncia a la aspiración de ser memorable por aquello que la hace relevante. Una resolución de la que debería aprender el festival, buscando su alma entre cloacas y catacumbas.Continuará...