A mi juicio, hay películas de James Bond buenas o muy buenas (pienso, por ejemplo, en Goldfinger, Nunca digas nunca jamás, Octopussy, Alta tensión, Muere otro día o Casino Royale), películas regulares o pasables (aquí entran muchas, como El mañana nunca muere o Licencia para matar o casi todas las de Roger Moore) y películas malas (se me ocurren, por ejemplo, Quantum of Solace y El mundo nunca es suficiente, que vi por primera vez el otro día en televisión y bordea el bodrio). En general, siempre he pensado en las historias de 007 como en filmes para pasar el rato y olvidarse. Salvo Nunca digas nunca jamás, por la que siento especial predilección, y Casino Royale, donde lograron el milagro de conferirle nuevos parámetros acordes con estos tiempos y un tono deluxe, una especie de reescritura que mira al pasado pero sin renunciar a poner un pie en el presente.
Con Casino Royale todo cambió, insisto en ello. Un agente rubio, capaz de enamorarse, de aparecer sucio y sin afeitar, incluso de sangrar y manifestar el dolor que, en otras ocasiones, no era tan evidente. Es una de mis favoritas. Martin Campbell, especializado en cintas de acción y aventuras, y director de dos películas que me gustan bastante (Ley criminal y Al límite), supo resucitar a 007 y darle un nuevo enfoque. Con la elección de Marc Forster pensamos que la saga daría otro paso adelante. No fue así: Quantum of Solace fue una grandísima decepción. Dicen, con razón, que no todo director es capaz de manejarse con pericia rodando cintas de acción. Ingmar Bergman, por ejemplo, no sería capaz (aunque éste sea un caso extremo) de estar a la altura de un John McTiernan o de un Richard Donner si hubiera tratado de dirigir una cinta de tiros y persecuciones. Forster tampoco fue capaz.
Pero Sam Mendes, quizá el director más prestigioso que se haya puesto al frente de un James Bond, sí contaba con algo de experiencia: si no con la acción pura, al menos con la violencia y el ritmo (y basta con ver Jarhead y, sobre todo, esa maravilla titulada Camino a la perdición). Skyfall es, como película, superior a Casino Royale (aunque ésta me hizo emocionarme más) y a casi todo lo que se ha hecho en décadas sobre 007. Puede que carezca de acción, y puede que se aleje de las señas de identidad propias de la franquicia (hay pocas mujeres, sólo un par de polvos, escasas persecuciones y apenas vemos gadgets), pero Mendes le ha añadido profundidad a la historia. Les saca más partido a los personajes secundarios (M., Q., Mallory, Moneypenny), que siempre solían ser meros aderezos. Apuesta por una planificación deslumbrante (algunos planos son para enmarcar, lo digo en serio), sin olvidarse del glamour y del toque sexy. No falta el recurso al clasicismo: volvemos al principio… el Aston Martin, la radio y la pistola; no es necesario más. Es un regreso a los orígenes.
Y está Javier Bardem, inmenso, como es habitual: con un breve papel al que saca todo el jugo (pensemos en la primera aparición del personaje, con esa peluca rubia que recuerda a Chris Walken en Panorama para matar, hablando de ratas y de abuelas, y que Mendes filma en un único plano secuencia mientras el tipo se acerca despacio a la cámara y a 007). Y no me olvido de Daniel Craig, un intérprete superior a los sucesores de Sean Connery. Puede que, ya digo, no nos emocionemos tanto en las secuencias de acción como en Casino Royale, pero es espléndida como película. Jordi Costa dijo que Skyfall era “Una catedral bondiana”. Así es.