Hace unos cuantos meses tuve la feliz pero inconclusa idea de escribir uno o varios artículos sobre Oblivion. El contenido, lejos de intentar una aproximación crítica y rigurosa a la obra de Bethesda que inauguraba de forma implacable la presente generación, pretendería simplemente aportar una visión muy particular, la mía, sobre las experiencias vividas en las tierras de Cyrodiil. Una experiencia que me había aportado tanto en unos términos tan diferentes a lo habitual en el medio requería por mi parte un trato equivalente. Nada de escrutar, nada de analizar en ese sentido acartonado y mal entendido en que “analizan” los medios. Sería momento de encomendarse al lado más amable del verbo, momento de elogiar, de narrar y de dejarse llevar más por las sensaciones que por las acciones que ofrecía la aventura de Bethesda.
Desafortunadamente y por falta de tiempo, no pude rendir mi humilde y particular homenaje antes de la salida del majestuoso Skyrim, tal como era mi intención, pero como no hay mal que por bien no venga y aprovechando las circunstancias, me redimo haciendo lo propio con el título que nos ocupa, que no es más que el perfeccionamiento de la fórmula anterior, la culminación y al mismo tiempo reivindicación de un estilo de juego clásico como apuesta demoledoramente sólida y perdurable frente a esas otras más dispersas y de rápido consumo que están de moda últimamente. Skyrim llega con autoridad, con solvencia, atomizando de un guantazo cualquier sombra de duda sobre la que algunos consideran una fórmula ya caduca.
Es complicado escribir sobre esta experiencia intentando arrojar una luz clara, límpida y objetiva. Y es complicado porque el propio objetivo del juego difiere bastante de consideraciones objetivas y abarcables. La finalidad del título, aquella idea que muy seguramente el equipo de desarrollo ha querido inyectar en el juego para que éste a su vez haga lo propio con el jugador, no es llegar al final de una trama o completar cierto número de misiones, sino formar parte del mundo que subyace a todo eso, habitarlo y vivirlo. Incluso cediéndote cada vez más un protagonismo que va impelido por las exigencias del guión, todo es tan desoladoramente enorme que es imposible sentirse nunca el centro de nada. En Skyrim, no se trata tanto de completar o acabar como de vivir, sentir y disfrutar.
Se suele decir que el punto fuerte de este tipo de experiencias es la libertad de acción. Yo incluso diría más, o al menos matizaría esa afirmación. El punto fuerte de Skyrim es que además de libertad de acción, te permite jugar de acuerdo a tu propia moral. Porque con esa libertad de acción bien nos podemos referir a ensartar, achicharrar y aplastar a todo bicho viviente que se cruza en nuestro camino de todas las maneras imaginables y simplemente porque podemos hacerlo, pero resulta que aquí también podemos no hacer nada de esto y respetar a todas las criaturas del bosque porque así nos lo dicte nuestra conciencia. En una gran cantidad de ocasiones tendremos una alternativa. Y las alternativas, de un modo u otro, estarán presentes hasta el punto de poder aplicarse al propósito mismo del juego, el cual puede ser directamente ignorado en pos de una vida tranquila; comprarse una casa y dedicarse a la caza, a la herrería, a recoger flores y mariposas mientras paseamos plácidamente por las montañas, o labrarse una reputación como ladrones, camorristas o asesinos despiadados en el seno de la Hermandad Oscura. Una suerte de epic second life con magia, dragones y posibilidades casi infinitas.
Si a todo esto le sumamos un grado de implicación tal que nos lleve a vivir las aventuras de forma sobreactuada, a desarrollar nuestra propia meta-historia, el asunto se torna poco menos que inolvidable, y las diferentes aventuras a los mandos (o a sus pies) se multiplican; no hay dos partidas iguales en Skyrim. Por si fuera poco, todo cuanto es invariable en la aventura está cuidado al máximo y mucho mejor hilvanado que en Oblivion, todo para que nuestro periplo, sea cual sea la ruta escogida, transcurra de la manera más rica y trascendental posible. Relatos, crónicas, poemas, documentos, mapas, cuevas, tesoros, grutas, túmulos, fortificaciones, castillos, pueblos, posadas, campamentos, caminos, senderos, ríos y lagos, en cualquier lugar puede haber alguien con algo interesante que contar o que ofrecernos, algo que sin duda merezca la pena hacer, o algo que merezca la pena encontrar. Aquí, mucho más que en cualquier otro juego, los límites los establece el propio jugador. Es el jugador quien decide qué hacer y cómo hacerlo en cada momento, según sus apetencias. Y hace falta una considerable cantidad de talento para que resulten igual de divertidas y edificantes actividades tan diferentes entre sí como ir a coger flores para preparar pociones junto a la cálida lumbre del hogar, pasear a caballo sin rumbo fijo, o luchar contra trolls y dragones bajo la rojiza luz del atardecer.
La obra de Bethesda, pese a ser objeto de tantas alabanzas y pese a despertar nuestra faceta más literaria (otro peculiar mérito a sumarle) no está, en absoluto, exenta de defectos. De hecho los tiene. Y de hecho son muchos y son muy notorios, pero creo que en este caso (y en tantos otros) no tanto influye la existencia de estos defectos, en términos cuantitativos y cualitativos, como lo poco que nos importan a pesar de su evidencia. O al menos no deberían. Skyrim nos ofrece todo un universo condensado en un disco. Skyrim nos da la oportunidad de vivir toda una vida en un mundo fantástico; nos permite cambiar el coche por un corcel, el gris hormigón por blanquísimas montañas, y las disputas con los gilipollas cotidianos se sustituyen por épicas batallas contra criaturas asombrosas. Skyrim nos acoge y nos sonríe bajo la atenta mirada de sus ídolos de piedra, nos ofrece la cara más amable del videojuego bajo unos incuestionables criterios estéticos.
Envolvente, evocador y hermoso. Así es Skyrim. Y es que atravesar a lomos de nuestro caballo una montaña en mitad de una tormenta de nieve es un espectáculo sobrecogedor. Si mientras esto pasa, estáis mirando dientes de sierra o demás gilipolleces, deberían retiraros el juego bajo orden judicial. Y es que Skyrim es, ante todo, una experiencia bellísima.