“I wonder why the schools don’t teach anything useful these days
Like how to fall from grace, and slide with elegance from a pedestal” Jarvis Cocker para Marianne Faithfull
El rojo en los labios (Les lèvres rouges)
Director: Harry Kümel
Bélgica
1970
100 min.
Fotografía: Eduard van der Enden
Música: François de Roubaix
Guión: Pierre Drouot, Jean Ferry, Manfred R. Köhler y Harry Kümel
Reparto: John Karlen, Delphine Seyrig, Danielle Ouimet, Andrea Rau, Paul Esser, Georges Janin, Joris Collet, Fons Rademakers
Pues si, Harry Kümel tenía un talento para la decadencia más cercano a las vanguardias europeas de principios del XX o, todavía, más a los movimientos art nouveau, simbolistas, y decadentistas claro, de finales del XIX que a su propio tiempo, lástima que lo luciera tan poco. Antes de la no menos embriagadora extravaganza que es Malpertuis (1971), su film más conocido y difundido, donde, adaptando un original de Jean Ray, volvió a trabajar con singular acierto, asombroso sentido del delirio y arrebatadora vocación suicida sobre el delicado tejido de la mitología, el fetichismo, las dimensiones oníricas compartidas por la realidad y el sueño y la capacidad, prácticamente mágica, del cine para unirlas en un mismo plano, el director ya había experimentado con similares sensaciones con este cuento gotizante y desmayado en el cual lo ridículo es sublime, que es El rojo en los labios (que fabuloso título y que vulgarizado en su popular variante inglesa de Daughters of Darkness). Filmando con/contra el calor comercial de la vertiente lésbica del horror vampírico que era moda en Europa, de las gasas de la Hammer a la caspa y ensayo de Jean Rollin pasando por las meditaciones sádico-necrofílico-erótico-sofisticadas de Jesús Franco, el que el director belga anticipa futuros planteamientos sumergiendo una historia con explícitas referencias a la infame condesa Bathory, en una especie de baño narcótico que coloca a la película y al espectador en un estado de progresivo desangramiento cinéfilo. Una muerte dulce, ingrávida, inconexa, como separada por parpadeos o estados de sueño en los que algo se ha perdido y no somos capaces a recordar el que.
Así, lo que es un flagrante defecto, termina convertido en singular virtud. El film está rematadamente mal escrito, es pura confusión y no parece avanzar en ningún sentido concreto, seguramente por que en realidad no lo hace, solo está suspendido de algún punto invisible. Apoyado en la en la ambigüedad simbólica de la sangre, el carmín y los labios (no es gratuito que las posibles vampiras los llevan pintados y la inocente víctima no), la narración es ahora una serpiente, ahora un gato y su estilo visual, entre lo demodé y lo coyuntural corresponde simétricamente a las dos aprtes en conflicto del relato. Concerniendo lo segundo al matrimonio protagonista (mediocre aunque inquietante John Karlen, insoportablemente pava Danielle Ouimet arruinando casi la función), contemporáneos retratados con un estilo contemporáneo, y respondiendo el primero, al personaje protagonista, esa sofisticadísima vamp que una subyugante Delphine Seyrig coloca en algún lugar entre Marlene Dietrich y las divas del mudo. La cámara la acaricia, su vestuario monopoliza el encuadre -el increíble traje negro con velo y abrigo que viste su primera aparición, el vestido rojo sangre con el que excita al personaje masculino contando las barbaridades y aberraciones practicadas por una antepasada que es ella misma, la piel de escamas de pez lunar con la que culmina la seducción de la esposa de este, la capa como alas de murciélago con la que finalmente la cubre,…- y su tono de voz ejerce de bálsamo o de llama. Indolente, despiadada, a la vez animal, mujer y fantasma, corporeización fetichista de una idea cinéfila, mitómana, eróticamente perversa y fascinadamente fetichista de la mujer.
A partir de este primer arquetipo Kümel se divierte retorciendo el resto y jugando con las expectativas, Por un lado enrosca las expectativas sobre al idílica parejita (ya de primeras introduce la inquietud sobre la misteriosa madre de Karlen) revelándolo a él como a un verdadero sádico que no solo se excita hasta el frenesí con la contemplación de una joven muerta durante una excursión a Brujas sino que, luego, tan solo encontrará placer sexual en azotar brutalmente a su esposa y por el otro introduce una cadena de asesinatos (bellas jóvenes desangradas) con la posibilidad de que la bella acompañante de la condesa sea la culpable y a una curioso detective retirado que parece haberse escapado de alguna irónica novela inglesa. Este segundo personaje, el de la secretaria-amante-esclava de la Condesa al que personifica Andrea Rau, sedienta y dominada (turbadora la escena en la que su ama le acaricia el pelo, tumbada como si fuera un perro) incorpora una referencia frontal: la Valentina de Guido Crepax, de la que Kümel no solo toma gran parte de la iconografía de la pareja -Rau con su corte de pelo a lo Louise Brooks parece una Valentina finalmente dominada, mientras Seyrig sería una Baba Yaga, más bella e igual de poderosa- sino un similar tono irrealista, onírico y libérrimo, más una idea, una sensación, que una narración de cualquier tipo.
La presencia de la actriz trae, además, el inmediato eco del tiempo líquido de Alain Resnais en El año pasado en Marienbad (1961), a la que el autor remite en su incidencia sobre la percepción, la maleabilidad del tiempo dentro de la ficción y también en su clima de melancolía, en su hálito romántico y en una escenografía suntuosa en la que es igualmente capital el espacio y su uso formal y dramático. Un hotel en Ostende que ya vivió mejores días pero que resiste señorial. De escaleras de mármol, ventanales del suelo al techo, corredores, balcones de habitación a habitación y un enorme salón cubierto de alfombras donde se toman cócteles color azul. Provisto del encanto de lo que fue y de esa muy cinematográfica cualidad de lugar de vacaciones fuera de temporada (algo muy bien aprovechado por otro raro talento como Luigi Bazzoni para dos de sus escaso y sobresalientes trabajos: La mujer del lago y Huellas de pisadas en la luna). Esta arquitectura del pasado ahora, no menos decadente que el resto del conjunto, repercute en la creación de “la atmósfera”, carta única a la que esta película apuesta todo. Una opción de riesgo que no puede más que perder, eso si, con estilo.