Snorkel en Morrocoy, Venezuela

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Cayo Sombrero

No desandaba esa carretera hasta el estado Falcón desde que era una niña. Mis recuerdos de Tucacas, de Chichiriviche y del azul de Morrocoy son lejanos, pequeños. Son más sensaciones que pinceladas del paisaje. Por eso, cuando vi las palmeras apostadas a un lado de la carretera, escondiendo a la playa, supe que había estado ahí muchas veces, aunque no lograra ubicar alguna imagen concreta en mi mente.

Arianna (@arianuchis) manejaba como quien sabe bien por dónde está pasando. Yo cumplía sin esfuerzo mi labor de co-piloto: colocar música, subir el volúmen, cantar, ver la carretera, mirar por el retrovisor y alucinar con el verde de las montañas, una constante del camino desde Caracas hasta Falcón. ¿Por qué hacíamos este viaje juntas? Porque quisimos, pero también por una invitación que nos hizo Vulcanos Tours para practicar snorkel en el Parque Nacional Morrocoy. En mí caso, intentaría perderle el miedo a verlos de cerca; un temor extraño que siempre he tenido, que me encoge el estómago y me hace tragar agua cada vez que lo intento. Francis, la artífice de todo esto y quien nos acompañaría durante el viaje, me aseguró que perdería el miedo, sin darle espacio a la duda.

El viaje transcurrió tranquilo. Llegar a Tucacas fue como hacer entrada a un pueblo fantasma; a un desorden y abandono a primera vista. No entiendo el contraste de sus construcciones, ni la desidia; pero está ahí y es una realidad que golpea el paisaje. Más adelante, el desvío a Chichiriviche nos adentra al típico pueblo que se sabe cerca del mar: muchos puestos de ventas de empanadas o cualquier cosa; tiendas de trajes de baño, salvavidas, una farmacia, una licorería, un puesto improvisado de pizzas. Me divierte ir leyendo en voz alta los carteles; da igual si venden tarjetas de teléfono, arepas y queso en el mismo lugar y esa improvisación me gusta. Así, sin saber muy bien el camino, pero advirtiéndolo por completo, llegamos al final del malecón para embarcarnos de una vez en una lancha que nos llevaría hacia algunos cayos del Parque Nacional Morrocoy y comenzar a recorrerlos, sin prisa. Aquí conocemos a Francis, a Paola con su acento bogotano y matices venezolanos; a Franco, un italiano querendón -a quien le dicen el General-, a Luisa y a Jhoan, el lanchero que nos llevaría a recorrer el parque.

Desde el muelle

Me parece que voy navegando en aguas sacadas de algún cuadro de la sala de mí casa. Un fondo oscuro, olas insistentes, pero tranquilas. Había llovido el día anterior y aún así el mar no parecía molesto por nuestra visita. Francis es una apasionada de Morrocoy y cuenta cómo el mar le ha salvado la vida en dos oportunidades. Francis es un pez y solo quiere que todos los que pasamos por ahí nos atrevamos a conocer todo lo que se esconde bajos esas aguas que ella parece conocer a la perfección. Sonríe mientras relata cómo intenta transmitir la misma emoción que ella siente cuando ve peces de colores, corales impresionantes y otras especies a las que llama sus hijos. Y vuelve a sonreír.

Así, llegamos a una de las puntas de Cayo Sombrero. No había chance para pensar nada: chapaletas, máscara, tubo, dos pruebas de respiración y al agua. Le pido a Francis que se quede cerca, por si acaso; pero comencé a nadar como si esa fuera mi labor diaria. No se me encogió el estómago, no tragué agua, no me inventé alguna excusa para volver a la lancha. Allí abajo, aunque no teníamos la mejor de las visiones por la lluvia que había caído, estaban los corales a los que siempre les había temido y nadé sobre ellos, admirándolos. Arianna tenía una teoría: mi miedo no era a los corales, si no al buceo que era lo que yo realmente intenté practicar unos años atrás (sin éxito). Le dije que sí, que me daban miedo y después de insultarme con cariño, terminé por darle la razón.

Con Ari, en Cayo Sombrero

Perdiendo el miedo

Jugando con una estrella de mar

En esa primera exploración vi peces flauta, calamares y tuve en mis manos a una estrella de mar muy curiosa. La sensación de abrir la vista a un mundo submarino que está quieto; escuchar nuestra propia respiración y desconectarse por completo de todo -de todo- es única. Qué generoso es Morrocoy que, muy a pesar del maltrato y la inconsciencia de la gente que lo visita, guarda mucha vida bajo sus aguas y nos permite sumergirnos en ella para disfrutarla y cuidarla. Son playas que destilan belleza, que reflejan azules, que constratan con las palmeras. Son playas que están pidiendo a gritos que las cuiden, que les presten atención. Cuando vas navegando, dando tumbos en la lancha, los cayos aparecen con su propia personalidad. Cayo Pelón que se deja ver solamente cuando la marea está baja; Cayo Muerto rebosa azules y sombras para tenderse en la arena; Cayo Alemán aparece quietecito y pequeño, casi sin ruidos; Cayo Peraza, otro de los puntos para practicar snorkel está lleno de verde y azul; La Mayorquina presume de tener una de las costas más largas; pero todas, todas las playas, necesitan ser cuidadas y que le devolvamos, con nuestro trato, la belleza que nos entregan.

Después de nadar un rato; fue preciso volver al muelle para cambiar de capitán. Ahora, con Víctor iríamos un poco más allá de lo tradicional, aunque estuvimos casi media hora detenidos porque el motor se negó a arrancar. Víctor le hablaba, le preguntaba, lo examinaba y nada, hasta que un alambre y su habilidad dieron en el clavo. Arianna lanzó el ancla y la recogió con la misma destreza unos minutos después cuando la lancha decidió no dar más problemas. Así fuimos de nuevo mar adentro.

El barco hundido desde hace 95 años; hay una profundidad de tres metros

Parte del Santuario de la Virgen

Víctor iba narrando la historia del Parque, con fechas y datos que en este instante, mientras escribo, no logro recordar con exactitud. A nuestro paso, un barco hundido desde hace 95 años, una montaña que se extiende a 12 kilómetros y que si se mira con atención nos regala diversas formas entre sus rocas: la de un caimán, la de una virgen. Así llegamos hasta la Cueva del Indio. Las rocas se abren para mostrarnos petroglifos y una aventura muy distinta a la de encontrarse con arena y agua. Pasando entre las rocas, se desemboca en esta cueva en la que se escucha el agua cayendo con cautela y el caminar rápido de los cangrejos, un sonido que me encanta. Adentro, se ven las estalactitas y esa montaña inmensa, como si se nos va a caer encima. Al salir de allí, hacemos una parada en el Santuario de la Virgen, un lugar sin muelle, pero lleno de fe. Cientos de imágenes de vírgenes y santos colman las rocas. Un rincón para pagar promesas, para pedir protección y que me atrapa por la espontaneidad en la que están colocadas las figuras y porque me hace pensar en todas las historias que pueden estar detrás de cada imagen dejada allí para siempre.

Navegando al amanecer

Cayo Peraza

Ari y yo, junto a Francis

Al día siguiente, decidimos despertar temprano, ganarle al sol. Por eso, ya a las 5.30 de la madrugada estábamos en una lancha persiguiendo el amanecer y algunas aves que decidieron irse antes de que llegáramos. No hay nada mejor que apreciar los cayos cuando están vacíos, cuando el sol comienza a bañarlos con sus destellos. Solo se escucha el mar y eso se agradece. Entonces, para terminar la jornada, nos dedicamos a nadar entre los corales en otro punto de Cayo Sombrero, con el agua clara, con una visibilidad asombrosa, con más peces de colores, con erizos que me hicieron gritar de alegría y sorpresa, con una profundidad que lejos de asustarme, me entusiasmaba. Le dije a Francis que no olvidaría jamás que fue en su amado Morrocoy el lugar en el que perdí el miedo a ver y sentir de cerca a los corales. Antes de irnos, comimos ostras a la orilla del mar; Ari tomó una siesta y minutos después hacíamos el camino de vuelta a Caracas, relajadas y divertidas.

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Señas. Vulcanos Tours es la única operadora del Parque Nacional Morrocoy que ofrece hacer snorkel y perderle el miedo al mar, además de asegurar hospedaje y distintos paseos.