Snowpiercer nos presenta un mundo que ha sucumbido al cambio climático, cuya superficie se encuentra por completo congelada. Unos cuantos cientos de humanos sobreviven en unas condiciones muy particulares: son pasajeros de un tren, diseñado para producir los suficientes recursos sin tener que recurrir al exterior, que recorre el mundo por unas vías que fueron construídas poco antes del desastre por el visionario ingeniero Wilford, el cual es tratado como una especie de semidiós por sus ciudadanos. Pero la población a bordo se encuentra dividida: en los vagones delanteros una minoría disfruta de una vida opulenta gracias al control de todos los recursos, mientras que los de cola, la mayoría subsiste en unas condiciones penosas gracias a la limosna que en forma de repugnante comida a base de proteínas les mandan sus compañeros más afortunados desde sus vagones sellados. Después de diecisiete años de encierro, entre los parias del tren se cuentan historias, casi míticas, de rebeliones pasadas, que sirven de inspiración para la que se está preparando, liderada por Curtis (un extraordinario Chris Evans, que demuestra ser un actor de primera), un hombre de mediana edad que ni siquiera posee ya recuerdos de la mitad de su existencia que transcurrió antes del desastre.
Una de las características más atractivas de la propuesta de Joon-Ho es la variedad de registros que caben en esta historia. Es como si el paso de un vagón a otro, mientras la revolución va conquistando terreno, sirviera también para ir introduciendo sutiles cambios que van graduando su tono desde la desmesurada violencia del principio, incluyendo escenas de inusitada crueldad, a los momentos más reflexivos de la mitad del metraje, hasta culminar con el encuentro con el creador. Y desde su aparición Wilford que parece tomar un papel parecido al del Kurz de El corazón de las tinieblas, una especie de inspirador y regulador de la locura colectiva que ha amoldado un microcosmos ferroviario a la medida de sus deseos, magníficamente interpretado por Ed Harris.
Pero dejemos que sea el propio director el que resuma su declaración de intenciones al filmar una película como ésta, transcribiendo un párrafo de la entrevista reproducida el mes pasado en la revista Dirigido:
"No quería hacer una película poco realista, o poco probable, para conseguir que el público pueda llegar a sentirse dentro del tren y ante determinada situaciones que se plantean en la película tenga que posicionarse y pensar qué haría en esa situación, si lucharía, si dejaría el tren... Los personajes en su conjunto son una buena representación de la sociedad, por lo que eso también permitía romper la distancia entre el espectador y la historia a pesar de los elementos de esta que en apariencia no son reales. Porque quería que se cuestionaran cosas sobre el sistema, sobre ellos mismos, sobre su papel en la sociedad y sobre su relación con el mundo."
Como sucedía en la fallida Elysium, Snowpiercer puede apreciarse como una inmensa fábula sobre nuestra propia sociedad planetaria, en la que unos pocos privilegiados basan su opulencia en la explotación y la pobreza de los más débiles. Pero aquí no se ofrecen soluciones fáciles. Quizá la rebelión de los oprimidos signifique un desastre para todos, simplemente porque los recursos no lleguen o, como es más probable, que los ricos se nieguen a descender uno solo de los escalones de su fortuna y protagonicen su propia rebelión, separándose definitivamente del resto de la humanidad. Sobre estas cuestiones está iniciándose en la actualidad un intenso debate por la sorpresiva irrupción de Podemos como cuarta fuerza del país con unas propuestas absolutamente revolucionarias. Quizá los ricos no permitan que dicha revolución pacífica se lleve a cabo, ni siquiera aunque las urnas dicten una sentencia a favor de la redistribución de la riqueza. Posiblemente el inmenso pesimismo de Bong Joon-Ho sea un síntoma de nuestro tiempo.