“Evidentemente mi último huésped se había ido del apartamento. Sólo un vaso vacío y la colilla de su cigarro en el cenicero de peltre indicaban que había existido. Sigo pensando que la colilla de su cigarro debería haber sido enviada a Seymour, siguiendo el procedimiento habitual con los regalos de bodas. Sólo el cigarro, en una hermosa cajita. Posiblemente con una hoja de papel en blanco, a manera de explicación.
“Levantad, carpinteros, la viga del tejado”
JD Salinger
Lo veo venir. Nos vamos a hartar en estos días de leer reportajes sobre la misteriosa figura de JD Salinger en las sedicentes secciones culturales de buena parte de la prensa escrita de nuestro país. Ya saben, aquello del hombre huraño, obsesivo con su intimidad, que silenció su talento en 1965 tras una única novela y unos cuantos relatos publicados por aquí y por allá. Y mientras lee sobre agresiones a fotógrafos, pleitos y abusos familiares, se olvidará la gran mayoría de lo más importante, precisamente aquello que convirtió a un hombre, mejor o peor, me da igual, en un genio: su obra; la de todo un maestro, por cierto.
El silencio de Salinger duraba ya más de 45 años pero, igualmente, el mundo es hoy más gris y vulgar que ayer, porque el padre de Holden Cauldfield y de los Glass se ha callado para siempre y se ha perdido con él uno de los mayores talentos literarios que en el mundo han sido.
Descansa en paz, viejo amigo. A ver si ahora te dejan.