Sobre barrios y dinero

Publicado el 27 diciembre 2014 por Abel Ros

Las motos de alta cilindrada contrastaban con el olor a cocido que desprendían las casas de puertas para adentro


ace trece años, recién acabada la diplomatura en Relaciones Laborales, Alberto – el cuñado de Gregorio – trabajó como agente censal para el Instituto Nacional de Estadística. A partir de ahí supo que se había equivocado de carrera. Lo suyo no eran las leyes y el cálculo de nóminas sino las encuestas y el trato con la gente. Tanto es así, que años más tarde estudió en la UNED y se graduó en Sociología. Como agente censal se dedicó a realizar entrevistas para la elaboración del Censo de Población y Viviendas del año 2001. Le tocaron dos barrios antagónicos: el primero, periférico y marginal; el segundo, céntrico y señorial. El cuestionario censal indagaba sobre el nivel sociocultural de las familias y las condiciones higiénicas de las viviendas. Dentro del cuestionario había alguna que otra pregunta comprometida, que versaba sobre ingresos familiares y temas similares. Aunque su trabajo solo consistía en realizar las preguntas y cumplimentar las casillas; la primera impresión era esencial para que la entrevista transcurriera de la forma deseada. Si no había conexión en los primeros cinco segundos del encuentro, o dicho de otro modo, si la persona entrevistada no se mostraba receptiva para contestar a las preguntas, el "interrogatorio" se convertía en un "combate medieval" entre dos desconocidos. No olvidemos, que por mucha credencial que tuviera Alberto como agente censal; cualquier aspecto de su peinado, cara o vestimenta, se podía convertir en un obstáculo para que el otro – el entrevistado – respondiera con franqueza a las preguntas del cuestionario. 

En el primer barrio – el periférico y marginal – abundaban las casas antiguas y deterioradas; la mayoría con bragas, calcetines y calzoncillos tendidos en las sogas de los balcones. En las esquinas era normal ver a señores mayores; enlutados hasta el cuello, con sombrero, bastón y adictos al Ducados. Las motos de alta cilindrada contrastaban con el olor a cocido que desprendían las casas de puertas para adentro. Me cuenta Alberto, que en las aceras había latas de cervezas vacías e impregnadas de ceniza. Durante el mes que anduvo por aquellas callejuelas, un perro viejo le seguía por todos los rincones. Un perro pulgoso – como diría la gente con dinero – que se alimentaba de las sobras que le dejaban las señoras de la la calle. Los lunes por la mañana, todavía estaban llenos los contenedores de basura. El camión solo pasaba los martes y jueves, por las dificultades que tenía para acceder a tales callejones. A pesar de tanta miseria, la gente lo trató con muchísima cortesía. Tanto es así, que cuando terminaba de censar a alguien, la misma entrevistada o entrevistado le acompañaba hasta la casa del vecino, para que no tuviera que pasar por los filtros del prejuicio. Alberto también censó a muchísimas familias gitanas. En la mayoría de viviendas, los colchones estaban por los suelos; los techos sin escayola; los aseos sin váteres, y las habitaciones sin puertas. La última casa que censó estaba habitada por quince personas – abuelos, padres, hijos, nietos, novias de nietos, sobrinos, cuñados, primos y bisabuelos -. Lo más increíble de todo esto, es que ninguno de los quince censados trabajaba. Nadie supuestamente tenía ingresos, a pesar de tener los Audis y Mercedes aparcados encima de la acera.

Aunque en el cuestionario no había preguntas de política, muchos gitanos le contaron – al cuñado de Gregorio – que el señor alcalde les había prometido ayudas y arreglos en sus calles, siempre y cuando votasen por la gaviota. A pesar de tanta miseria, la gente de ese barrio gozaba de buena salud; los hombres eran fuertes y morenos; las mujeres, altas y esbeltas con cabellos negros y rizados.

En el segundo barrio – el céntrico y señorial – abundaban las casas modernas. Todas con las puertas cerradas a cal y canto, e incluso con cámaras de videovigilancia en los portales. En las calles abundaban los coches de alta gama, los escaparates de Lacoste, las oficinas del Santander y los restaurantes Michelín. Por las aceras, las sesentonas paseaban con sus abrigos de visón, como si fueran actrices recién sacadas de la serie Falcon Crest. Mientras en el barrio marginal, las vecinas – con batas, pijamas y zapatillas de estar por casa – saludaban a Alberto por la calle e incluso lo invitaban a café; en éste, sin embargo, si podían le doblaban la cabeza cuando se cruzaban con él. La mayoría de esa gente no quería que nadie las entrevistara. No les gustaba que alguien "inferior a ellas" se sentara en sus sillones y contemplase sus jarrones. No olvidemos que la gente de dinero está acostumbrada a mandar y, por tanto, les sentaba como una patada en el culo que un "don nadie" de la calle les tosiera en su salón. Tanto es así, que varias familias no consintieron contestar al cuestionario, sin que antes lo leyera su abogado. Otras, sin embargo, eran receptivas hasta que comenzaban las preguntas comprometidas. Ante tales preguntas, mostraban sus miedos y temores a confesar lo que ganaban, por si Hacienda se enteraba y les amonestaba. En sentido metafórico: mientras en el barrio pobre, la gente se desnudaba y mostraba sus vergüenzas ante cualquier desconocido, en éste – el barrio rico – los vecinos se cubrían con el escudo para que nadie les hiriera. En este barrio, a pesar de haber tanto dinero, los hombres eran mórbidos – con barrigas como flanes – y rostros pálidos como los retratos de Velazquez. 

El otro día, sin ir más lejos, me acordé de Alberto. Me acordé de él por una noticia que publicó El País acerca de los efectos del dinero. Con el titular: "Así será la vida de los que ganen el Gordo de la lotería de Navidad", el redactor – Miguel Ángel Criado – hacía alusión a un estudio sociológico, realizado por la London School of Economics. Según el estudio, las personas agraciadas por la lotería se vuelven más conservadoras y gozan de peor salud física. El estudio – celebrado en Inglaterra – demostraba que hasta el 12% de los afortunados, que solían votar al partido laborista, se volvieron conservadores en las siguientes elecciones. En resumen, la gente que tiene dinero – en nuestro caso, el barrio pudiente – es afín a la derecha y los pobres – los que menos tienen, los del barrio marginal – a la izquierda. Es más hay un dicho popular – no sé si ustedes lo habrán oído – que dice así: "no hay nada más tonto que un obrero de derechas". El otro día, sin ir más lejos, una señora – de las altas esferas de mi pueblo – me decía, que su hijo – de seis años – a menudo estaba resfriado; a pesar de llevarlo al colegio con bufanda, guantes y chaquetón de Domínguez. Y, sin embargo, los niños del calvario – el barrio que censó Alberto -, andaban por las calles con camisetas de tirantes y nunca se resfriaban. ¿No será por qué son pobres?, le contesté.

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