Sobre Billy y la gracia de la infancia

Publicado el 09 abril 2015 por Maresssss @cineyear
Publicado en Noticias / por Pablo R. Montenegro / el 9 abril, 2015 a las 9:50 am /

Un arranque fresco, dinámico y divertido, que apunta maneras de comedia fluida, no disonante ni estridente, loca a su modo pero sin echar mano de algunas de esas estratagemas que, tan a menudo, convierten una buena comedia en una colección de gags, a cada cual más forzado y exagerado que el anterior, sin relación alguna con su trama principal más que meramente accidental. ¿Rencor acumulado contra ese tipo de comedias? Quizá un poco. En cualquier caso, Nuestro último verano en Escocia no es, desde mi punto de vista, una de ellas.

La película, dirigida por dos auténticas figuras de la comedia británica, declara sus intenciones con honestidad desde un primer momento, y el tono de su intención perdura hasta el final, coherente y en adecuado ascenso. La pequeña Jess será quien rompa el hielo, con su gran dilema sobre si debe llevarse consigo una simpática piedra en el viaje a Escocia que la familia está a punto de emprender. La relación de sus padres, Abi y Doug, está en un irreversible momento de decadencia; sus dos hijas y su hijo lo saben, pero están todos demasiado ocupados encargándose de su infancia como para preocuparse mucho de ese asunto. La familia se desmorona, pero aún deberá afrontar una última tarea en conjunto: el abuelo Gordie sufre un cáncer terminal, y con toda probabilidad es ahora la última ocasión de visitarle con vida. Los McLeod, afincados en Londres pero con ascendencia escocesa, deberán disimular sus evidentes fisuras lo mejor posible para presentarse ante los tíos y el abuelo moribundo con la cara lavada, las sonrisas puestas y un aura de unidad lo más familiar y feliz posible. Una historia, como poco, oportuna, si uno reflexiona un instante sobre la fórmula “pareja londinense en pleno proceso de separación que acude al norte escocés para reencontrarse con sus raíces comunes”. Aunque sea colateralmente, parece difícil no percibir quizá cierta intención de apostar por la reconciliación nacional, tras un proceso resuelto a nivel político, pero quizá no todavía a nivel social y sentimental. Pero hablábamos de cine, ¿no? Pues vamos de vuelta.

Sin duda donde mejor funciona esta comedia es en esos momentos en que los niños reclaman su protagonismo, se sitúan en el centro de la narración, y desarrollan sus diálogos, pulcramente escritos, perfectamente interpretados y muy bien dirigidos, y cual si se tratase de un hábil funambulista, la película se tambalea sobre la delgada línea entre la naturalidad real de la infancia, verosímil y perfectamente posible, y la excentricidad descabellada de situaciones propias del género, que busca la circunstancia absurda, patética y provocativa que produzca la tan codiciada risa del espectador. Nuestro último verano en Escocia lo consigue, del mismo modo en que lo consiguen esos sobrinos culo inquieto en cada comida familiar, si uno alimenta un poquito su sedienta imaginación y se dedica a escucharlos con atención. Discurre así una comedia veloz y ágil, en que dos mundos distintos conviven y se solapan, sin llegar a reparar demasiado el uno en el otro. Solamente Lottie, la mayor, experimentará algunos picos de “madurez”, estableciendo así puentes más directos entre el mundo adulto y el mundo de los niños, sobrealimentado de autenticidad y pureza; momentos adecuados por supuesto a la escala de sus seis o siete años, y nunca suponiendo una pretensión de llevar al personaje más allá de lo verdaderamente creíble. Los dos más pequeños son una fuente potencial de carcajadas constante. Nadie puede, al menos, sonreír ante sus reflexiones espontáneas y su esfuerzo por mantenerse a la altura de la treta ante la rama escocesa de la familia.

Tan sólo quien posea la capacidad de permanecer totalmente impasible ante los desternillantes conflictos de la infancia, sólo quien sea capaz de inmunizarse contra esa maravillosa mezcla de ternura, sentido del ridículo y amable condescendencia que produce observar al niño que enfrenta los minúsculos retos cotidianos con tremebunda magnanimidad, a escala con su pequeña realidad, sólo alguien así no encontrará en esta película motivo alguno para reír y disfrutar. Los tres niños, cada cual a su estilo, alimentan cada uno su imaginario propio, y movidos por fines comunes, son conducidos hacia el hecho final que marca el clímax de la historia, y que corona una película cómica que, además, pretende tocar (tal vez sólo acariciar) algunas notas sobre temas algo más trascendentes, que quedan ahí, señalados, como parte de la amalgama de complementos narrativos, sin llegar a solidificarse del todo. Es más, incluso en algún instante, este apunte a “temas más serios” puede incluso hasta quedar algo descolocado, un tanto fuera de tono, aunque no lo suficiente como para cargarse la atmósfera.

Donde quizás flaquea esta historia es, por tanto, en aquellos otros instantes en que, por una necesidad evidente, se pasa la patata a los personajes adultos. Todos y cada uno de los miembros del reparto, con una excepción especial de la que hablaremos a continuación, bordan sus personajes, construidos según los patrones del estereotipo pertinente y generadores, por consiguiente, de clásicas escenas de comedia de situación. Tremendamente apropiado, viniendo sus creadores del mundo de la sitcom de TV y siendo eso exactamente lo que se está buscando.

Parece obligado, pues, que en una película como ésta, el personaje de Gordie, el abuelo misterioso, jovial, en permanente conexión con los nietos y no así con los adultos, irreverente, rebelde ante el protocolo, negado ante la enfermedad, irresponsable y vitalista, genuino y auténtico, deba ser interpretado por alguien de peso, alguien para quien el personaje pareciera haber sido diseñado especialmente. Natural de Escocia, con cierto aire vikingo, grandote (le apodan “The Big Yin”, que significa precisamente eso), de un humor directo, fresco e inapropiado, polémico, cantante de folk, y con una trayectoria de cuarenta años dedicado a la interpretación, y especialmente a su carrera como cómico, Billy Connolly tenía que ser, sin lugar a dudas, el elegido. Sin embargo, aunque sus arraigadas tablas interpretativas y su maravillosa presencia le ayudan a cumplir y ocupar su lugar en la película, es inevitable darse cuenta de que algo falla en su interpretación. Cuando uno descubre que Billy padece el síndrome de Parkinson desde hace un tiempo, algunos de cuyos síntomas implican la pérdida de memoria, y que él mismo ha reconocido ya en una ocasión haber olvidado sus líneas de diálogo en algunos rodajes, todo cobra, tristemente, sentido. Por mucho que uno lo intente, resulta imposible considerar al personaje con una continuidad interpretativa dentro de la trama; no hay evolución, porque cada escena es interpretada desde una situación de reinicio absoluto respecto a lo anterior, y el personaje se mantiene, en líneas generales, bastante plano a lo largo de las escenas, y por extensión, de la película entera.

¿Sería más apropiado pasar por alto este hecho y pretender que el trabajo de Billy le representa? No me lo parece. En cuanto a lo personal, me alegra que aún se le siga considerando para trabajar, e historias como la de esta película sin duda son un fantástico añadido a lo que parecen ser sus últimos tiempos como actor. Sin entrar a considerar cuestiones polémicas que haya leído sobre él, la persona que conocí personalmente el pasado verano, durante el rodaje de la comedia “Wild Oats”, era generosa, atenta, amable y cercana. Ya entonces, y sin conocer nada sobre su estado de salud, me pareció terriblemente evidente que había algún tipo de problema de esta índole. No es mi objetivo plasmar aquí una opinión acerca de si es conveniente o no que una persona de avanzada edad, con este tipo de dificultad, deba seguir trabajando en una profesión que exige tanto a nivel personal e intelectual, pero si quiero ser riguroso en mi valoración de esta película, debo decir que no se logra la fusión de tan interesante personaje con tan apropiado actor.

En cualquier caso, es sorprendente cómo su mera presencia ya basta para llenar el papel, y completa el cuadro de familia de una comedia redonda, con un reparto perfecto, sin pretensiones excesivas en el cierre y con un buen equilibrio entre vocación cómica y desarrollo coherente de los hechos. Una película, en definitiva, tan creíble, divertida y disparatada como puede serlo el más meditado, serio y sensato razonamiento de un niño.

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