Sobre el Big Bang y ciertas imágenes del arte

Publicado el 16 abril 2015 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Mural de Blu

Por Juan José Rodríguez

(Publicado originalmente en revista Cartón Piedra del diario El Telégrafo, Guayaquil, el 29 de diciembre de 2013)

La Teoría del Big Bang no es una serie de televisión. Bueno, también lo es, pero en este caso nos abstendremos de esa referencia. El Big Bang aparece en el marco de los modelos de origen del universo en las primeras décadas del siglo XX. Curiosamente, esa expresión tiene origen en el nombre que, peyorativamente, uno de sus detractores –el astrofísico Fred Hoyle- atribuyó a esa teoría cosmogónica. La cultura popular hace que asociemos este modelo –conceptualmente denso y matemáticamente complejo- con una metáfora del origen de cualquier cosa. Hasta el inefable Enrique Bunbury tiene una canción donde dice: “cada día es un Big Bang”. En realidad, lo que propuso George Garnow -astrofísico e inventor de la teoría del Big Bang- fue que la materia, hasta ese momento (el del origen primigenio), era un punto de densidad infinita, que en un instante determinado “explota” generando la expansión de la materia en todas las direcciones y creando el Universo.

¿Cómo se integra eso en un texto literario? Brian Aldiss, uno de los autores emblemáticos del género de ciencia ficción señala que: “la ciencia ficción es la búsqueda de una definición del ser humano que sea coherente con nuestro nivel de conocimiento que resulta adelantado, pero también confuso”. Cuando hablamos de “nuestro nivel de conocimiento” hablamos de nuevos modelos y matrices científicas que organizan la realidad de un modo diferente al que se conocía diez o quince años atrás. O mil. La palabra “confuso” habría que traducirla como “ambiguo”. Solo lo ambiguo puede generar cierta seducción. Las metáforas vivas –en oposición a las metáforas muertas incorporadas ya al devenir de la lengua- son siempre extrañas y enigmáticas. De hecho, las “metáforas pueden conducirnos a una recategorización del mundo al crear similitudes de un nuevo tipo y hacer surgir nuevos significados. Allí reside el valor cognitivo de la metáfora: nos recuerda que el mundo podría haber sido recortado de otra manera”. (1)

En ese sentido, el Big Bang es uno de los más seductores motivos artísticos del siglo XX. Una alegoría –donde aparecen múltiples conceptos cosmológicos de origen metafórico- y mediante la cual se interpela muchísimas nociones sobre la realidad. Por eso, Ernesto Cardenal –quizás el más conocido de una notable generación de poetas nicaragüenses- dice en su extenso Canto Cósmico –frecuentemente luminoso, farragoso y pedagógico a ratos, interesante casi siempre- lo siguiente: “Explosión hace 20.000 millones de años. Aún ha quedado un vago rumor de esa explosión, ondas de radio venidas de las profundidades del espacio, algo que se percibe en la televisión, dicen, cuando está a todo volumen sin ningún canal”. Esa mezcla de categorías científicas con expresiones coloquiales y derivas líricas supone una particularísima puesta en tensión de ámbitos cognitivos aparentemente antagónicos que se resuelven en una especie de nuevo lugar que la literatura vuelve a reconocer como suyo.

En esa dirección me interesan las tensiones que semejante noción de realidad –que el Universo parte de una inexistencia y sigue en expansión- ha generado en los lenguajes de la imaginación. Entonces, el asunto más interesante es la tensión que los artistas han descubierto entre ese fenómeno –y sus implicaciones epistémicas y estéticas-. Así, cuando Severo Sarduy dice en su poema “Big bang” que “Las galaxias parecen alejarse unas de otras a velocidades considerables. Las más lejanas huyen con la aceleración de doscientos treinta mil kilómetros por segundo, próxima a la de la luz. El universo se hincha. Asistimos al resultado de una gigantesca explosión”, yo me pregunto sobre el grado de realidad de ese sueño.

Aquí hay un fenómeno interesante. En el caso de la literatura, cuando el escritor cubano cita la cifra de “treinta mil kilómetros” la gran pregunta es si debemos creer esa cifra –como un dato fáctico- o simplemente como parte del torrente imaginativo del poema. Hace un par de años le escuché decir a un conocido locutor radial que ya no leía poesía, y que –en cambio- leía libros de ciencia. Así, la ciencia le ofrecía las imágenes novedosas que la poesía –muchas veces demasiado tradicional- era incapaz de ofrecer. Y sí, el Big Bang no es más y no es menos- que una alegoría de un momento fundante en la historia de la materia. En efecto, el poema busca para ese dato un nuevo lugar donde esa cifra se ficcionalice como experiencia subjetiva. Asimismo, no tendríamos por qué pensar que el poema no puede aportar datos científicos, aunque puede que no los aporte –o los tergiverse- y el poema seguiría siendo interesante –si intelectualmente y emotivamente lo es, claro está-. El arte que involucra metalenguajes científicos se sitúa en una zona liminar, híbrida, doblemente enriquecida y doblemente vaciada, más comprensible si lo pensamos y leemos en esa misma zona liminar creada –e imaginada- para esa obra puntual. En el caso del proyecto de street art cinético conceptual Big Bang Big Boom, el artista italiano Blu crea una alegoría líquida (aglomeración fluida de metáforas), haciéndonos notar que el universo continúa en expansión y que la ley de la irreversibilidad parecería visualmente ejemplificable.

Esas ilusiones ópticas donde lo que sucede no es lo que sucede: un juego de imágenes que podrían expandirse ad infinitum. Si el espacio no es infinito, tampoco el universo podría serlo. El problema de la literatura es que depende de una linealidad en la lectura (incluso si el poema pide una lectura tabular, experimental, aleatoria, etcétera) del que no puede desprenderse a riesgo de trascenderse a sí misma. Quizás el cine constituya –con el arte conceptual- el campo al que se trasladará en un futuro el arte verbal, porque dichas expresiones se ajustan más a la diseminación que parece sintomática de esta época (y lo será más en las décadas venideras). Un ejemplo podría ser la película El árbol de la vida de Terrence Malick (en cuyo prólogo audiovisual aparece la obra de arte digital de Thomas Wilfred) donde se hace una especie de raconto y abreviación del tiempo que termina enlazándose a la vida de una familia en particular: los O’Brian. Desde luego, no es el único caso en que las alegorías audiovisuales sobre el Big Bang aparecen en imágenes cinematográficas. También hacen su aparición en Odisea en el espacio y, de manera especulativa y a modo de Big Bang cinematográfico, en la película Koyaanisqatsi (y sus secuelas).

Así, solo los objetos difícilmente legibles en el marco de un canon artístico rígido pueden ser verdaderamente contemporáneos respecto a un sistema de referencias en el que las alegorías científicas marcan el pie de foto de toda fundamentación del mundo. No parece posible, en ese sentido, imaginar un paisaje con gaviotas y un sol prístino, sin al menos hacer a un lado los coacervatos y aminoácidos que aparecieron antes del surgimiento de los primeros vertebrados. Ese conocimiento debe ser –al menos- catalogado de no artístico en el ejercicio de sostener un arte ensimismado y decadente. La única posibilidad para que el arte sobreviva en el contexto de la imaginación científica es que deje de ser arte y se convierta en imaginación. La muerte del arte –y su constante resurrección a prueba- contrasta con la vivacidad de los modelos científicos.

Ernesto Sábato señala en su libro de ensayos Uno y el Universo que si la teoría de la relatividad se ejemplificara con trenes y rutas de vuelo, dejaría de ser la teoría de la relatividad. Lo mismo podría decirse de la Teoría del Big Bang, pero ocurre -y en esto hay que discutir con Sábato- que muchas veces las grandes formulaciones necesitan verse y sentirse en imágenes concretas antes de entenderse a la luz de la lógica.

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(1) Héctor A. Palma, Metáforas y modelos científicos, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2008, p. 89.


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