Los estudios sobre la conciencia suelen subrayar que, para que ésta exista, la creencia en un yo es lo más importante. La historia de la evolución es una historia del desarrollo de la subjetividad, una apreciación de la realidad desde una perspectiva cada vez más individualizada.
El yo, entendido como identidad, persona, conciencia de sí mismo, es una creación del cerebro que se descubre a sí mismo.
Básicamente, un organismo adquiere una mente a partir de la actividad de unas células especiales, las neuronas, que se relacionan entre sí mediante impulsos eléctricos. Todo lo que experimenta la mente en este sentido procede de la conversión de señales electromagnéticas (vista), químicas (gusto, olfato) y mecánicas (oído, tacto) en señales eléctricas (sistema nervioso) que provocarán las reacciones químicas apropiadas (hormonas) para motivar una respuesta eficaz al medio (emociones, “emotio”).
Hasta aquí, la mente entendida en su sentido orgánico fundamental, actuando sin saber que existe.
Luego, en su primera fase de conciencia, la mente ya no sólo actúa, sino que adquiere la capacidad de saberse en acción. En palabras del neurólogo Antonio Damasio,
…la conciencia surge cuando a un proceso básico de la mente se le añade un proceso como el sí mismo. Cuando este mismo proceso de identidad subjetiva no se da en la mente, ésta no es, estrictamente hablando, consciente.
(Y el cerebro creó al hombre)
Es una forma de conciencia que sabe que actúa a través de un organismo vivo.
Este sentido de la identidad pasa primero, desde la perspectiva de Damasio, por una fase objetual. Puede ser entendida como la suma de todo aquello que la mente concibe como suyo, en plan animal. Según William James, usando el ejemplo de un hombre al uso, además de su cuerpo físico, “sus trajes, así como su esposa y sus hijos, sus antepasados y amigos, su reputación y sus obras, sus tierras y caballos, su embarcación de recreo o su cuenta bancaria”.
Tal es la mentalidad de grupo. Esta percepción de la identidad como objeto genera sentimientos que “consuman la separación entre los contenidos que pertenecen al sí mismo y aquellos otros que no pertenecen al sí mismo”.
En cambio, el sí mismo como sujeto, la siguiente fase del sí mismo según Damasio, es mucho más sutil y difícil de captar. La diferencia estriba en que el sí mismo como objeto, como se ha dicho, es una conciencia que “sabe que actúa” a través de un organismo, mientras que el sí mismo como sujeto es una conciencia que “sabe que existe” una conciencia, ella misma, que actúa a través de un organismo.
Y recordemos que si simplemente actúa, sin saber que actúa, es una “inconsciencia”.
De esta manera, vemos que la mente es anterior al sí mismo que toma conciencia de ella. Es decir, que “los estados mentales no precisan de la subjetividad para existir, sino sólo para ser conocidos por el propio sujeto”.
Pero, ¿conocerse a sí mismo para qué?
Retrocedamos…
La mente surge cuando la actividad de los pequeños circuitos se organiza a través de grandes redes y componen patrones momentáneos. Estos patrones representan cosas y acontecimientos que se hallan situados fuera del cerebro, ya sea en el cuerpo o en el mundo externo, pero algunos de estos patrones representan también el propio procesamiento que el cerebro lleva a cabo de otros patrones.
(Antonio Damasio, Y el cerebro creó al hombre)
Es decir, el cerebro crea mapas del mundo, tanto exterior como interior. Y llega un momento de la evolución en que tales mapas pueden ser procesados por la parte consciente. Surgen los pensamientos.
Completemos el panorama…
Un poco de neurociencia
Todo lo que experimenta la mente procede de la conversión de señales electromagnéticas (vista), químicas (gusto, olfato) y mecánicas (oído, tacto) en señales eléctricas (sistema nervioso) que provocarán las reacciones químicas apropiadas (hormonas) para motivar una respuesta eficaz al medio (emociones, “emotio”), actividad que se traducirá en pensamientos por los que la mente será consciente de lo que está haciendo.
Después de todo eso, la persona cree haber actuado por cuenta propia, esto es, gracias a sus pensamientos, pues es de lo único de lo que es consciente…
Pero el caso es que tales habrán llegado demasiado tarde, es decir, cuando las decisiones ya habrán sido tomadas en un ámbito inconsciente. O sea, cuando el yo todavía no había tomado cartas en el asunto.
El proceso completo de autoengaño ya está largamente explicado y ejemplificado en otra parte, así que continuaremos con otra cosa por gracia y obra de la hipertextualización.
En definitiva, “conócete a ti mismo” para saber que eso del “yo” no sirve para mucho si de conocimiento se trata. El problema es que todo ese conocimiento de uno mismo sólo es posible a través de un yo que, en tanto que resultado del cerebro, no sirve para conocer…
¿…?
De hecho, como dicen los que estudian estas cosas, el cerebro “sólo” sirve para velar por la supervivencia en un mundo hostil y adaptarse lo mejor que se pueda, pero no para acceder a la verdad. Aunque quizás esta afirmación se quede corta pues, en su incapacidad por acceder a la verdad, el cerebro ni siquiera sabe si existe ese mundo exterior.
Porque, si el mundo exterior no existe, y el yo es el resultado de un proceso cerebral orientado al mundo exterior, el yo no es más que la creación de una creación que sólo sirve para creerse creada…
¡…!
Y puesto que la cosa podría salirse de madre a partir de aquí, habrá que retroceder al cruce de caminos donde todos los campos del saber humano parecen estár de acuerdo. Sea como sea, física, mental o social, el yo es una creación.
Aunque nadie lo crea.
Pues en un mundo imaginario, ya sea física, mental o socialmente hablando, con un yo imaginario, la inmensa mayoría se conforma con imaginar una vida acorde a las normas de imaginar. Pero nunca para crear sin normas.
El yo en cuanto que identidad es el resultado de los pensamientos surgidos de un cerebro. Y el cerebro, una vez más, está limitado en su capacidad de conocimiento por el cuerpo y sus sentidos. A partir de ahí surgen las reacciones y las respuestas al mundo.
Y de las respuestas y reacciones, se configura la memoria.
Y de la memoria, nacen los hábitos. Los programas.
La persona está hecha de todo lo que ha almacenado y constituye su programación: creencias, dogmas, rituales, nacionalidad, miedos, placer, dolor… Los pensamientos están en la base de toda interacción y crean, a partir de la memoria, patrones determinados, mapas de la realidad, surgidos de una limitación cognitiva inevitable.
Y toda limitación provoca conflicto, pues se establece la división y la separación entre lo conocido y lo no conocido, lo propio y lo ajeno. Lo conocido da seguridad en cualquiera de sus manifestaciones, pues está controlado. Lo desconocido causa incertidumbre y deriva en alerta.
Es el origen del miedo.
Y así, cualquier acción nacida del pensamiento limitado genera conflicto, inevitablemente. Siempre estará lo conocido y lo desconocido, el Otro que provoca miedo frente a la seguridad del grupo familiar.
El instinto de supervivencia, que es para lo que sirve, en resumidas cuentas, el cerebro, busca seguridad para lo que es considerado parte de uno mismo, contribuyendo, por negación de lo demás, a provocar inseguridad en el resto.
El yo, en cuanto que entidad divisiva nacida del cerebro y de sus instintos, separa y opone lo propio a lo ajeno. Planea, imagina, estados en los que la inseguridad no existe. Desea cambios para aumentar su seguridad. Para estar más cómodo y protegido.
Cosas…
Ese mismo yo que desea seguridad es el generador de la inseguridad.
Conclusiones:
- Las actividades surgidas del pensamiento en cuanto que siempre dividen, siempre generan conflictos.
- La responsabilidad del conflicto, en cuanto que derivado del pensamiento, reside en uno mismo.
- La esencia inevitable de una existencia consciente, en cuanto que nacida del sí mismo que genera el conflicto, es el sufrimiento.
Trascendiendo
La cuestión es si ese uno mismo puede trascender el pensamiento y alcanzar un conocimiento sin que éste se inmiscuya, de manera que se supere el sufrimiento y el conflicto que surgen de la fragmentación del mundo.
Y hay que tener cuidado de no confundirse con ese tipo de discurso basado en “no pensar para dejarse llevar” y tal. Porque una cosa es trascender el pensamiento, y otra muy distinta no llegar a él y, por consiguiente, actuar desde esa fase bruta en que placeres y aversiones físicas dominan encubiertos, gracias a la posterior elaboración de un pensamiento dominado por las mismas que las justifica como actos elevados.
Recordemos que las emociones son reacciones inconscientes al medio y, por tanto, quienes ni siquiera reflexionan sobre ellas, quienes afirman dejarse llevar “por el corazón”, carecen de defensa alguna frente a los estímulos que cualquiera pretenda provocar en el medio y son sometidos, desafortunadamente, a un nivel de manipulación aún superior al de quienes no saben cómo escapar de sus pensamientos. En realidad, en ambos casos interviene el pensamiento, sólo que en diferentes niveles de desarrollo consciente.
Trascender el pensamiento exige, inevitablemente, trascender el yo. Y trascender el yo implica, irremediablemente, ir más allá de toda actividad consciente. O sea, entregarse a una acción de la que no podemos conocer nada por vía directa. Un viaje a lo desconocido y de resultado incierto.
Más allá del yo. Más allá del pensamiento. De sus patrones. De su memoria. De sus hábitos. Más allá de la sociedad que ha configurado tales hábitos. De todo lo que uno ha sido, de todo lo que le ha influido y de todos los que le han rodeado. Más allá del yo para saber qué hay detrás de todo esto…
Parecería que estamos ante un escalón más en la evolución, en ese proceso final, o casi, que es la individuación de la mente. Una mente que primero se identificó con el mundo, que luego adquirió conciencia de sí, en cuanto que organismo físico, frente al mundo; que más tarde se identificó sólo con una parte de sí misma para ser consciente de estar frente a su propia conciencia, y cuyo siguiente paso parece llevarla a identificarse con algo que está más allá de sí misma.
Y ahora bien: si acabar con el sufrimiento generado por el yo exige acabar con el yo y es el yo quien debe emprender tal camino de autodisolución ¿cómo puede alguien hacer algo que atente contra su propia supervivencia? Algo que le resulte incómodo, insatisfactorio o inseguro. Y tengamos en cuenta que se trata de acabar con el yo en cuanto que identidad. Es decir, quien se somete a un grupo y subordina a éste su personalidad no está acabando con nada, pues su grado de identificación pertenece a una mente grupal. En realidad, está en un nivel evolutivo anterior.
Quizás sólo quepa entender que no depende de un gesto voluntario, sino de una imposición inconsciente ante la que, quienes se ven llamados, nada pueden hacer. Salvo arrancarse con enorme dolor la máscara del yo. Algo que está presente en el pensamiento esotérico y místico de todos los tiempos y que, con todo, podríamos validar desde la perspectiva neurológica.
Quizás las supuestas leyes de la evolución natural y los supuestos dioses no sean tan diferentes, al fin y al cabo.
Fuerza de voluntad
En este sentido, en cada paso se hace notar una fuerza de voluntad superior a la fase inmediatamente anterior, una fuerza que es necesaria para enfrentar incertidumbres, por tanto miedos, cada vez mayores, pues el ámbito de lo propio se encoje y aumenta lo Otro, lo desconocido. Así, en la fase grupal, el sí mismo como objeto de que habla Damasio es un sí mismo cuya conciencia es compartida por una comunidad que se reparte esa voluntad de acción. En la fase del sí mismo como sujeto, en cambio, la conciencia ha de acoplarse al grupo de otra manera, pues éste ya no es parte de su identidad: la individualidad comienza a manifestarse de manera más interna y ajena a otras conciencias, por lo que cada una de ellas necesita concentrar sobre sí mayor fuerza de voluntad.
Una fuerza de voluntad que, paradójicamente, se ha ido perdiendo a lo largo del siglo XX conforme se consolidaba la sociedad del consumo. Precisamente, cuando más fuerza de voluntad es requerida, pues el grado de individualidad está alcanzando sus niveles más altos, tal y como parece requerir el proceso evolutivo.
La historia de la evolución es una historia del desarrollo de la subjetividad, una apreciación de la realidad desde una perspectiva cada vez más individualizada y, al mismo tiempo, más elevada en su desarrollo cultural. Como si la cultura fuese el escudo para enfrentar con éxito los peligros que van quedando fuera de la conciencia de sí mismo y que configuran un paisaje de naturaleza salvaje, tal y como descubre el marinero Marlow en El corazón de las tinieblas de Conrad.
Sin la subjetividad, la creatividad no habría florecido y no tendríamos canciones ni pintura ni literatura. El amor nunca sería amor, sólo sexo. La amistad habría quedado en mera conveniencia cooperativa. El dolor nunca se hubiera convertido en sufrimiento, no se hubiera considerado algo malo, sino sólo una dudosa ventaja dado que el placer tampoco se hubiera convertido en dicha o gozo.
(Y el cerebro inventó al hombre)
Dados tales ejemplos, ¿significa acaso que la subjetividad ha frenado su desarrollo en algún momento del siglo XX y en ciertos lugares de Occidente? ¿Se ha vuelto al primado de los instintos, síntomas de una conciencia previa de carácter grupal? El amor ha perdido puntos en favor del sexo, la amistad es simple conveniencia en la sociedad del beneficio personal, el sufrimiento es dolor innecesario y la dicha se ha identificado con el simple placer…
La Kabbalah se basa en la idea de que el deseo es inherente al ser humano, de modo que su evolución pasa por el desarrollo de deseos cada vez más superiores: primero, la supervivencia, luego el deseo de poder, la búsqueda de conocimiento y, finalmente, las ansias de espiritualidad. Pasos que habría que ver cómo se han dado en cada civilización, pero que, sin referencias para justificarlo, parece que han sido más los humanos que han completado el ciclo en ciertas zonas y tiempos de Oriente.
En Occidente, en cambio, la aparición de la modernidad y su economía capitalista pareciera haber anclado este desarrollo en su segundo paso, tergiversando de una forma u otra el tercero, es decir, manipulando el conocimiento para desviar al ser humano de su propósito vital.
Si enfrentamos esta idea cabalística del desarrollo de los deseos con la evolución de la conciencia, se nos presenta un panorama duro de roer. Según la fase de desarrollo de los deseos, así será la vida. No son lo mismo unos miles de millones de conciencias individualizadas, ajenas al grupo, esforzándose en su deseo de alcanzar elevados niveles de espiritualidad que esos mismos miles de millones luchando por sobrevivir o adquirir mayores cuotas de poder, cada cual desde su propia parcela…
Panorama desolador. Y, sin embargo, tan ajustado a las leyes manifestadas por el hermetismo desde el principio de los tiempos. Sólo es posible buscar seriamente un camino de desarrollo personal cuando el dolor de vivir resulta insoportable.
Sólo así se adquiere la fuerza de voluntad para ir más allá del pensamiento. Quizás sea por eso que el estancamiento de Occidente no hace sino aumentar el sufrimiento de todo ser humano que aún quiere aferrarse a su sistema.
¿Acaso estamos obligados sin remedio a subir el peldaño?
El dolor de evolucionar
Adorno habla en sus obras de la fatiga que la humanidad ha debido acumular a causa del proceso de individuación. Una fatiga que se traduce en el miedo a la libertad por parte del hombre contemporáneo. En cualquiera de sus manifestaciones, desde el apoyo a los fascismos hasta la lobotomización voluntaria mediante exposición a la cultura de masas.
Regresemos a esa asociación entre la evolución de la conciencia y el desarrollo cultural.
En los estudios de estética, se describe al artista como un ser que se ha emancipado de su sociedad y logrado, desde la soledad en que se ve inmerso, acceder a los estados universales del ser, una vez que se ha despojado de toda capa exterior y se nutre de los aspectos más profundos de su conciencia. Cuando una obra de arte “duele”, ese dolor debería ser proporcional a la diferencia que hay entre lo universal representado en la obra y el orden particular sobre el que se maneja la sociedad del momento:
Dolor = (Leyes universales) – (valores del orden establecido).
Esta fórmula es la misma que podríamos aplicar a los pocos que completaron la vía del misticismo. Cuando la mente ha topado con algo más allá de sí misma, la vuelta atrás es imposible. Y nunca los valores de la sociedad han estado a la altura, así que el dolor es inevitable para una identidad que se siente indefensa en un lugar hostil, para un cerebro que alerta conforme a sus protocolos de supervivencia.
En un cuento que describe la evolución de la conciencia desde el imaginario alquímico, La montaña del Fénix, de Friedrich von Licht, dice la serpiente:
Cada paso hacia una consciencia más alta constituye una especie de hurto a los dioses. Por el conocimiento se comete, en cierta medida, un robo del fuego divino, es decir, algo que era propiedad de fuerzas desconocidas e inconscientes es arrancado a la ignorancia y sometido a la luz y arbitrio de la conciencia. El hombre que ha usurpado el conocimiento sufre una ampliación de la consciencia. Ese hombre se ha elevado sobre lo humano de su tiempo y, debido a ello, se ha alejado de la humanidad común, quedándose solo. El tormento de esa soledad es el precio a pagar: el ya no puede volver entre los suyos, se ha desprendido del rebaño.
Los dioses castigan a Prometeo y, de la misma forma, el pueblo condena a Cristo cuando elige a Barrabás. El fuego de los dioses es un regalo envenenado y nadie lo quiere, salvo que la mente obligue a ello.
El problema del conocimiento es que exige que, a cambio de la verdad que se oculta en las sombras de la incertidumbre, de lo inconsciente, el aspirante a ella esté dispuesto a aceptarla sea cual fuere, aun cuando lo descubierto no le agrade o le resulte ingrato. En cambio, la creencia, la imaginación, el pensamiento que encubre la tiranía de las emociones, proporciona el cómodo placer de adoptar sólo aquellas partes de la verdad que se ajustan a los deseos personales y a la manera en que estos dibujan la realidad que uno quiere.
La búsqueda de la verdad pasa, nueva paradoja, por aceptar la incertidumbre.
Es el reproche existencialista de Kierkegaard al obispo Mynster en Temor y temblor:
…lo que predicaba del cristianismo tendía deliberadamente a suavizar, oscurecer o callar lo que el cristianismo representa de más decisivo, todo eso que nos resulta incómodo, todo eso que haría difícil nuestra vida y nos impediría disfrutarla: el hecho de tener que morir a uno mismo, la renuncia voluntaria, el odio a sí mismo, el deber sufrir por esa doctrina, etc.
Un existencialismo que baña la figura del Jesús representado por el filósofo griego Nikos Kazantzakis en La última tentación de Cristo, quien dice aquello de “gracias, Padre, por traerme donde yo no quería”, donde se nos advierte de que la tentación más fuerte que puede tener un hombre es la de ser un hombre común.
La budista Pema Chödrom escribe en su libro Cuando todo se derrumba:
Si estamos dispuestos a renunciar a la esperanza de que la inseguridad y el dolor pueden ser exterminados, entonces podemos reunir el coraje de relajarnos en nuestra situación sabiendo que no podemos aferrarnos a nada. Este es el primer paso del camino.
Si nuestra mente está ocupada con que hay un lugar mejor en el que estar o de que tenemos que ser otra persona mejor, no estamos atentos a dónde estamos y quiénes somos. Sin la renuncia a la esperanza, no hay camino espiritual posible.
La primera noble verdad del Buda es que el sufrimiento no es síntoma de que algo esté equivocado. Sólo es parte de la vida.
Mientras seamos adictos a la esperanza sentiremos que podemos matizar nuestra experiencia, o animarla, o cambiarla de alguna manera, y seguiremos sufriendo mucho.
Puedes poner la frase “abandona la esperanza” en la puerta del frigorífico en lugar de otras más convencionales. Cuando no te resulte chocante, habrás dado un gran paso en la evolución de la conciencia.
La esperanza, al igual que el miedo, surge del sentimiento de estar incompletos, de que nos falta algo. Esperanza y miedo son las dos caras de una misma moneda, al igual que lo son desesperanza y confianza, pues es entonces cuando ya “no nos preocupa si hay o no hay suelo bajo nuestros pies”. Si comenzamos el camino porque nuestra búsqueda tiene como objetivo la seguridad, no iremos a ninguna parte. Al contrario, caeremos en las redes de los “falsos profetas”.
Enseñanzas eternas
En la meditación Vipassanna, lejos de protegernos de las incomodidades de la vida, el propósito es hacerlas presentes y contemplarlas con claridad. Así, no estamos intentando estar a la altura de grandes ideales, sino que nos quedamos con nuestra experiencia tal y como es. Con el tiempo, esta actitud desemboca en una relación meditativa con la vida diaria, en cualquier lugar y circunstancia, de manera que dejamos de obsesionarnos y de intentar suprimir pensamientos para simplemente tolerarlos y permitir que se disuelvan.
La meditación, por tanto, es un proceso de apertura de la conciencia hacia los pensamientos que surgen, sean éstos del tipo que sean, sin escoger ni predisponerse a experimentar sensaciones programadas. Este planteamiento deja claro que no se trata de resolver ningún problema, ni de luchar por que el dolor desaparezca. Al contrario, el proceso consiste en una renuncia a que la persona controle la situación, en un vaciamiento de la mente para dejar que los pensamientos pasen de largo.
No se debe confundir, por tanto, con la construcción o mejora de uno mismo. Más bien es un proceso que expone el autoengaño.
Podemos estar tan pillados en ser buenos con nosotros mismos que no prestemos ninguna atención al impacto que ejercemos en los demás. Podemos pensar erróneamente que maitri es una forma de encontrar una felicidad duradera; como suelen prometer seductoramente los anuncios publicitarios, con maitri podríamos sentirnos bien durante el resto de nuestra vida. Maitri tampoco es darnos una palmada en la espalda y decirnos, “eres el mejor”, o “no te preocupes, cariño, que todo se va a resolver.
(Cuando todo se derrumba)
Esta meditación está presente en el principio de todo camino iniciático, sea de la cultura que sea y bajo la forma que se quiera presentar.
Sufrimiento para entrar en auténtica meditación. Meditación para trascender el sufrimiento.
Ya en el siglo XII, decía el sufí Ibn Arabi que quien conoce a Dios no puede permanecer atado a ninguna forma de creencia. Reconocerá la Materia Prima y aceptará cualquier forma que se le dé pues, al ser externas, las formas no alteran el núcleo de su universo interior:
Conociendo el núcleo de toda creencia, ve el interior y no el exterior. Reconocerá, bajo cualquier apariencia, todo aquello cuyo núcleo conoce y en este tema su círculo será amplio. Llegará al origen de esas creencias y dará testimonio de ellas desde cualquier lugar posible, sin tener en cuenta la apariencia con que se manifiesta al exterior.
(El núcleo del núcleo)
El rosacruz Raymond Andrea escribía en La técnica del discípulo que la paz y el sosiego no forman parte de la vida del discípulo en el sendero espiritual. El auténtico discípulo sólo avanzará tras haber medido sus fuerzas con obstáculos superiores a primera vista y haber sido capaz de superarlos. Quien se siente en un estado de calma y sosiego es porque ha huido del enfrentamiento. Su paz interior se debe, pues, a la falta de experiencia, no al conocimiento espiritual y su utilización.
El experto en filosofía perenne Willigis Jager concluye en La ola es el mar:
…no alcanzaremos el humanismo auténtico a través de los mandamientos, sino a través del conocimiento y de la experiencia mística de unidad con todos los seres. Tenemos que avanzar hacia nuestra fuente auténtica, nuestra naturaleza verdadera, nuestro núcleo divino, o como lo queramos llamar. Toda moral impuesta desde el exterior parece estar condenada al fracaso.
Carl G. Jung escribía en 1916:
La psicología de los individuos responde a la psicología de las naciones. Lo que hacen las naciones, lo hacen también los individuos, y mientras los individuos continúen haciéndolo, las naciones también lo harán. Para que cambie la psicología de las naciones, antes tiene que cambiar la psicología de los individuos.
(El libro rojo de Jung)
La poeta Marianne Moore lo resume en que “nunca hubo una guerra que no fuera interior”. Pero nadie está dispuesto a enfrentar esa guerra por voluntad propia.
Ese asunto de la paz en el mundo y la fraternidad entre todos los pueblos tendrá que esperar a que cada individualidad se vea empujada a su particular via crucis. Una por una, sin atajos, sin acuerdos.
Sin milagros.
Sólo quienes se sintieron “forzados” a entrar en el camino pueden entender algo: Que cada ola de conciencia fresca es tóxica para unos pulmones acostumbrados a respirar el aire del mundo.
I should like to be alone;
to which the visitor replies,
I should like to be alone;
why not be alone together?
(Marianne Moore)
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