Debido a la escritura de un artículo, llevo un verano en el que apenas he dejado de teclear. Realicé la última entrega hace un par de días, y el caso es que, tras un par de meses convirtiéndolo en una rutina, al finalizar el trabajo me he quedado algo desinflado, con síndrome de ausencia. Si hay un mes malo para la laxitud es este. En mitad de agosto, atrapado por la canícula, entre sueño y sueño y sin mucha cosa que hacer, uno se pone a recordar y a dejar que la mente vague, o más bien divague, perdida en asuntos que el olvido dejó a medias meses atrás. El duermevela te lleva a otros días, a estaciones más frescas y momentos más satisfactorios, hasta que vuelves en sí de repente, sorprendido del ensimismamiento en el que estabas, alerta como quien despierta con la sensación de haberse caído de la cama y con una imagen clara en la cabeza. En este caso, de algo que pretendía escribir sobre actividades aparejadas al consumo de libros y el buen uso del tiempo y que olvidé. Aún con el mono del que les hablaba, he pensado: ¿por qué no escribirlo ahora? Madrid está vacío y la ausencia de los ruidosos vecinos me concede un momentáneo período de tranquilidad. Además, debido a las fechas en las que se enmarca el asunto, su publicación no viene a cuento, lo cual introduce un inesperado arrebato de rebeldía en el blog. Escribamos, pues.
La primavera y los libros siempre se han llevado bien. En una sucesión maravillosa, al poco de acabar la semana que prolonga y culmina el Día del Libro comienza la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, que a su vez concluye unos pocos días antes de que empiece la Feria del Libro oficial, la importante, la de las novedades gruesas, y también la del calor o el chaparrón, las multitudes, las firmas y el postureo. Aunque sean primas cercanas, les confieso que tengo la convicción, ya desde hace años, de que es un poco más fiesta del libro la segunda, la que se celebra en medio, aunque los focos de la cultura y las televisiones prefieran las otras dos. No quisiera dar una impresión errónea, no tengo ninguna cruzada contra las editoriales actuales ni contra las novedades, y ya no tengo una visión tan negativa como la que expresé aquí hace casi 20 años, pero en lo que concierne al concepto de autenticidad me parece más genuina la celebración del libro antiguo, usado, ya leído, que la del último producto que se luce en los telediarios y en las resplandecientes y bien situadas mesas de venta de las grandes cadenas. Es una querencia personal. Prefiero la celebración del reciclaje y el rescate, la de hacer justicia y reflotar lo caído en el olvido que la del producto de moda y la figuración. ¿Usted no? Perfecto, puedo estar equivocado.Para mí no se trata del dinero, por muy relevante que sea la diferencia, sino del tipo de lector. Sinceramente, creo que el Día y la Feria del Libro son eventos que se esfuerzan por seducir, excepciones aparte, a aquel que lee de forma esporádica, quizás cuatro o cinco libros al año, o que busca el regalo que marca la tradición o la moda. O que disfruta el superventas de temporada. Por supuesto que el lector adicto va a acudir como una polilla a una lámpara, y a él van dirigidos los esfuerzos de las pequeñas editoriales, pero sospecho que en gran parte esto se monta para captar al visitante extraliterario, a los clientes nuevos o indecisos, a los imprescindibles para lograr grandes cifras de venta. En la doble condición de cultura e industria, es mi impresión, estas dos ferias se apoyan más en lo segundo, en la condición del libro como negocio. Y es por eso que la otra feria, la del libro viejo y barato, me parece más genuina, porque en ella no se ve de forma tan clara la maquinaria comercial, y porque a ella
Aunque uno sea del tipo que lee poco, puede acercarse y disfrutar de los tres eventos, nada lo prohibe; si eres de los ávidos, lo harás de todos modos. Yo tuve la oportunidad de comprobar las diferencias hace pocos meses. Del Día del Libro no puedo escapar nunca, porque cumplo años y es, para mí, sinónimo de regalos, aunque me los conceda yo mismo. Lo de la Noche de los Libros, aparejada desde hace pocos años a ese día, dejó de ser una celebración para mí hace tiempo, pues llevo lustros siendo, casi exclusivamente, un ser diurno. Excepto el 2020 de la pandemia, cuando me desanimó la cola que llegaba hasta la estatua del angel caído, suelo ir cada año a la Feria del Libro. Es casi una tradición. Lo hago por la compañía y por saludar a la gente que conozco implicada en alguna de las editoriales participantes, e incluso a algún autor amigo para sacarle una firma. No soy mucho de eso, aunque este año me traje la de Jesús Carrasco. Llegar a casa, ojear los numerosos catálogos y buscarle un sitio a los nuevos habitantes de mi biblioteca es también bastante satisfactorio. Me divierto, la verdad, y lo paso bien, pero no como visitando la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, que recorrí entre medias y que es, para mí, otra historia.Aprovechando la 46 (tetragésimo o cuadragésimo sexta, o simplemente cuarentaiseis, que hay que ver cuánto le cuesta a la gente no decir, incorrectamente, cuarentaiseisava) edición decidí dedicar el día entero a pasear por Madrid de un sitio a otro, comenzar hojeando libros en Moyano, beber unas cañas bien tiradas y degustar
Y este es el tema principal del que quería escribir. En ocasiones me preguntan "¿para qué tanto libro si no los vas a leer?" Vale. Primero, soy de la opinión de Umberto Eco, quien murió teniendo más de 50.000 libros en su biblioteca privada, una gran parte de ellos sin leer. Es cierto que uno pasa por épocas de agobio en las que también se hace la pregunta, pero al final la realidad que todo lector conoce se impone. No se le puede dar el mismo tratamiento a un libro que a un vestido. Un libro no es una mercancía, y su consumo no se corresponde siempre con el acto de leer todas sus páginas. Una biblioteca extensa te da la opción de elegir los libros que te apetezca. Los ojeas, los consultas, lees párrafos, recorres sus lomos y cubiertas con los dedos en tardes aburridas. Incluso el olor o el tacto, su propia presencia, ya es un valor en sí mismo. Porque los libros no son solo su lectura, son también una larga serie de valores añadidos. Y uno de los principales es su búsqueda. Así lo conté en la reseña que escribí para C del libro La séptima víctima, de Robert Sheckley:
Mis libros me proporcionan placer no sólo por su contenido, sino también por lo que ha rodeado la adquisición de cada uno de ellos, en cuyo precio incluyo el disfrute de todo lo aparejado a su encuentro. Cuando los miro en las estanterías tengo también presentes, además de su medida narrativa, todos esos domingos recorriendo el rastro madrileño y los rastrillos de otras geografías: los sábados de la Cuesta de Moyano y las librerías de viejo, el mercadillo de Puertollano, la Feria de ocasión de Logroño, las tiendas del centro de A Coruña o las librerías de Urueña. Allá donde voy siempre hay libros (o cómics), y mi encuentro con ellos es parte del viaje.Para mí, el tiempo que empleo en la compra de libros "viejos" es tan divertido como aquel que disfruto viendo películas o yendo a un concierto o a comer con amigos en un restaurante. Y muchas veces me cuesta menos dinero que el gastado en esas actividades. Cuando me preguntan para qué tanto libro y tebeo lo enfocan mal. Realizo una actividad que me entretiene y divierte por el mismo dinero que otras, y encima me traigo a casa el objeto del gasto. No encuentro diferencias entre pasar una mañana en librerías de viejo o recorriendo puestos de libros y ver en el cine una película con palomitas, cosa que también hago a menudo y que puede conllevar un mayor gasto. Aunque tirara luego los libros, la relación entre disfrute y precio ya habría hecho que mereciera la pena. Lo de pasarlo bien con según qué cosas es una cuestión de gustos personales, ni más ni menos. La clave es el espacio con el que cuentes, y mientras tenga la suerte de tenerlo, voy a seguir explorando librerías con olor a antiguo, ferias en ciudades y pueblos de paso y mis santuarios de siempre. Y disfrutando esas visitas como el crío que aún no se ha querido ir del todo.