Al final de su travesía en el libro se le ve más acabado que nunca, pero la fuerza del autoengaño sigue manteniéndolo optimista.
Se vio obligado a cerrar su empresa, una editorial de prestigio, sin haber encontrado al tan buscado escritor culto. Se convirtió, entonces, en un adicto al ordenador. Presionado también por su mujer, le dio la espalda a Francia y decidió dar el "salto inglés". Emprendió un viaje a Dublín con motivo del Bloomsday para celebrar un funeral por la era Gutenberg y, de paso, por el propio acabamiento, y se quedó solo. Atrapado en su recaída en el alcohol y sin amigos, sin mujer y sin escritor desconocido al que darle voz. Sin embargo, se muestra esperanzado, tal vez pensando que aún pueda renacer de sus cenizas.
Tiene 60 años y la memoria es su verdadera compañía a lo largo del libro. Memoria que mira hacia atrás con nostalgia de un tiempo ya ido. Representa, sin saberlo, a los ex, una condición bastante característica de los hombres y mujeres de nuestra época o de un estado de ánimo extendido en este siglo XXI. También Riba, ex editor culto, ex alcohólico y ex abstemio, ex devoto de lo francés, ex hombre sociable y, al final del libro, ex marido, se mueve entre la desorientación y la pérdida. Eso sí, a la expectativa, porque piensa que
siempre aparece alguien que no te esperas para nada.
Es esta la cita que cierra cada uno de los tres amplios capítulos de Dublinesca, "mayo", "junio" y "julio".
Mientras tanto, se confirman las palabras que pronuncia el narrador de El mal de Montano, como si le hablara a Samuel Riba:
El hombre no tiene la longitud de su cuerpo sino la de sus años. Debe arrastrarlos con él cuando se mueve, tarea cada vez más enorme y que acaba por vencerle.
Riba se arrastra con la memoria de la alta edad. Tampoco su aferramiento a la nostalgia del pasado impedirá que avance en línea recta como lo hace la era de la imprenta hacia el reinado, no se sabe si absoluto en el futuro, de la era digital.
No creo que Riba ignore que sin recuerdos su existencia sería aún más angustiosa. Pero si bien recordar forma parte de la identidad, en el caso de Riba esta se reduce al recuerdo de un tiempo pretérito.
Su presente se nutre de la memoria y su única esperanza de futuro es descubrir al autor genial desconocido que buscó en el pasado. Así lo persigue con la idea, que aparece nuevamente en la obra, de que
siempre aparece alguien que no te esperas para nada.
Samuel Riba está acabado, pero vivo. Mientras pueda recordar tiene noción de que existe, aunque nada sepa de su persona ni la encuentre fuera del catálogo que la ha sepultado.
Julian Barnes ha escrito en su libro Nada que temer unas palabras que parecen destinadas a Riba:
La memoria es identidad. Lo he creído desde..., oh, desde que me acuerdo. Eres lo que has hecho; lo que has hecho pervive en tu memoria; lo que recuerdas define lo que eres; cuando olvidas tu vida dejas de ser, incluso antes de tu muerte. (...) La identidad es memoria, me decía yo; la memoria es identidad.
El libro de Barnes gira en torno a la muerte y en un pasaje habla de la pérdida de la consciencia, de cuando la mente se queda en blanco y ya no se reconoce. De ahí que escriba que recordar es una manera de identificarse. Frente a la muerte, si todavía no nos hemos olvidado de nosotros mismos, pues existimos. La otra cara de la verdad es la que expresa Vila-Matas en El mal de Montano, como si se refiriera a Samuel Riba y su condición de ex:
Cuanto más crece nuestra memoria, más crece nuestra muerte. Porque el hombre no es más que una máquina de recordar y de olvidar que camina hacia la muerte.
Mientras más crece la memoria de Riba, más ancho es su pasado y más estrecho su futuro, aunque, prosiguiendo con la cita de Vila-Matas, también es cierto que la memoria, disfrazándose de vida, convierte la muerte en algo sutil y tenue.
Samuel Riba elige la segunda vía como modo de escape. Se encierra en sus fantasías sobre el mundo y sobre sí mismo, empeñado en realizar acciones y viajes que no dejan de ser el espejo de una realidad en ruinas. Una realidad tan arruinada como convocada para seguir viviendo con optimismo, que es lo último que se pierde.