Chesterton, Maritain, y la tragedia de la democracia
Es de sobra conocido el pensamiento de Churchill según el cual «el mejor argumento en contra de la democracia es mantener cinco minutos de conversación con el votante medio».«En cuanto un hombre ha realizado en el mundo una acción, sabe sin duda lo que ha querido hacer, pero ya no sabe ni lo que ha hecho ni para qué ha servido. Ese hombre, si teme a Dios, no debe servirse sino de medios buenos en sí mismos, debe además preocuparse del contexto para que tenga posibilidades de ser lo menos malo posible. Pero después de eso ¡quédese tranquilo! El resto es cosa de Dios. El temor a mancharse por entrar en el contexto de la historia es un temor farisaico. No es posible tocar la carne del hombre sin mancharse los dedos. Ensuciarse los dedos no es ensuciarse el corazón. Pretender renunciar a los medios humanos, a las energías humanas, sería un absurdo. Lo que hace falta no es abandonarlos, ni apartarse de ellos, ni superponer de una manera estática otros medios de orden superior, sino dar entrada en ellos a ese gran movimiento del advenimiento entre los hombres del Amor increado, que es la consecuencia misma de la Encarnación» [1].Es curiosa la denuncia de este purismo espiritualista o fariseo que consiste en vivir del escrúpulo hasta el límite de llevar una vida marcada por un absurdo: el pecado de no hacer nada por temor a contraer pecado. Esta falta, llevada al terreno de lo político y social, constituye un germen de totalitarismo, pues muchos rápidamente deducen que Estado es sinónimo de política. Esta deducción es un reducción: la acción política es, con mucho, más amplia que el marco del Estado y su gobierno. Por otra parte, esa misma carencia supone un ateísmo o una laicidad mordiente, encarada, mal entendida. También en la Iglesia hay laicos, pero este concepto dista mucho de ser antagonista de lo jerárquico ni mucho menos de lo divino. Ese ateísmo social provendría de considerar que la persona brota, por así decirlo, de la sociedad (véase el problema del nasciturus en la cuestión del aborto); cuando, en realidad, el origen individual de cada ser humano es personal y viene de Dios.