Un piadoso auto de fe en el MedioevoLa escena: arden pilas de libros en una calle de Alemania. Es mayo de 1933, el régimen nazi encabezado por Adolfo Hitler, reduce a cenizas ejemplares de “literatura degenerada”, obras de autores que inoculaban ideas ajenas a la pureza racial y al dogma ideológico del partido. Entre estos, se contaban Thomas Mann, Karl Marx, Heinrich Heine y Sigmund Freud, que al enterarse pronunció una celebérrima frase: «Cuánto hemos avanzado: en la Edad Media me hubieran quemado a mí». También, de seguro ardía esa noche con gran ironía poética, una antología de Heine, donde se consumía una cuartilla con un poema particularmente profético: «Ahí donde se queman libros, se terminan quemando también personas». Se queman libros para anular la memoria; un libro extiende indefinidamente el eco de las ideas de los hombres; expande las ondas del pensamiento en la plácida laguna del tiempo, tocando sus orillas simultáneamente. Exterminio de literatura degenerada en Bebelplatz, Mayo de 1933Borges afirmaba que de todas las invenciones humanas, sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria de los hombres. En uno de sus textos, La Muralla y Los Libros, el argentino refiere la sistemática quema de libros por parte del primer emperador de China, Quin Shi Huang, con el fin de hacer tabula rasa en la historia; forzarla a empezar de cero arrasando sus cimientos para vanagloriar de ese modo su figura. La obsesión del poder por anular otras voces, es un mal inextinguible. La Inquisición de Savonarola redujo a cenizas cientos de obras capitales para el pensamiento humanístico. Pinochet ordenó a sus fuerzas militares, acabar con cualquier rastro de marxismo en las bibliotecas chilenas. La novela de Bradbury parece una crítica surrealista a la ciega ignorancia del totalitarismo. Hace unos años se conoció que la biblioteca de Pinochet se componía básicamente de libros sobre historia militar, chilena y obras sobre Napoleón; también, paradójicamente sobre marxismo; Hitler solía leer ciertos libros, solamente para justificar su dogmatismo, buscando apoyarse en citas eruditas para sus discursos. No hay que olvidar que el episodio del escrutinio de la biblioteca de Alonso Quijano, termina con una quema de ejemplares. Lo que representa un libro, está asociado para los poderes, con la subversión; la mirada del otro lado del prisma que toma distancia mirando en perspectiva las cosas. Es peligroso, inconveniente, problemático y poco productivo; mete “cucarachas en la cabeza”, renueva los aires mefíticos de las estancias del pensamiento de los lectores, con corrientes de aires limpios y frescos. Los libros desatan ataduras y cadenas de prejuicios y dogmas. Si Dios realmente existiera, jamás hubiera escrito La Biblia; le hubiera bastado con un aforismo o una ecuación. Johannes Gutenberg ante su inventoUno de los placeres máximos del bibliófilo es adquirir libros compulsivamente, como Borges, que aun estando ciego, compraba libros sólo por el placer de sentir su presencia. En la novela Auto de Fe de Elías Canetti, Kien, el personaje principal, sinólogo y erudito bibliófilo, ve extinguirse su adorada biblioteca por el peor enemigo del libro: el fuego. Hoy en día, el borrado sistemático de páginas constituye el parangón ideal a la quema de libros, actividad que la censura, metamorfoseada entre crípticos códigos binarios, logra todavía llevar a cabo en pleno esplendor de la cibernética. Sin embargo la dependencia de vastos volúmenes se hace cada vez más inconveniente por razones de todo tipo: ambiental, de espacio y por sustracción de materia, dado el hecho inminente de la profusión de ediciones digitales.
El filósofo ingles Thomas Hobbes –otra víctima de la quema de sus libros−, en los últimos años de su vida, prescindió de la posesión de grandes cantidades de ejemplares; renunció a poseer una biblioteca personal de inútiles volúmenes y volúmenes de infolios eruditos. «Media docena de unos pocos libros doctos, es todo cuanto una mente sensata puede aspirar a tener como solaz», decía, consciente de ver en vida la quema de su opus magnum filosófico, El Leviatán. Si este cronista tuviera que elegir, haría un panteón particular. Allí no faltarían El Quijote, La Odisea, La Divina Comedia, algo de Shakespeare, Borges, Rulfo, Yourcenar, Robert Graves, Dostoievsky, Flaubert, Joyce, Kafka, García Márquez, Cortázar, Rulfo… y, por supuesto La Biblia. ¿Usted lector, qué libros elegiría?