Sobre la libertad de los salvos

Por Daniel Vicente Carrillo

 
Los actos moralmente buenos incrementan el bien del universo. Luego, prima facie, es mejor un universo que los incluya que otro que los excluya. Sin embargo, una prueba eterna implicaría la condenación de todos, ya que, si existe en el sujeto una posibilidad actual de obrar mal, ésta ha de realizarse necesariamente cuando aquél cuenta con una eternidad de tiempo. Esto conlleva que en un mundo así incluso los santos acaben cometiendo grandes atrocidades, por lo que no habría santos, al confundirse monstruosamente la virtud y el vicio. Es conveniente por esta razón que el hombre muera y  en base a sus merecimientos renazca a una naturaleza mejor, pues resulta imposible que una virtud imperfecta resista una tentación eterna.
Por otro lado, me he esforzado en argumentar que no hay automatismo moral en el Cielo, aunque tampoco haya libertad para elegir el mal. La hubo en la vida terrena de los salvos y, dado que no son seres substancialmente distintos en una y otra vida, sino que hay una continuidad moral entre ambos estadios, es falso afirmar que habiendo sido seres morales, más tarde dejaron de serlo. Pues, dado que la condición de ser moral es innata y no el resultado de una elección, no depende de que se dé una libertad efectiva en el sujeto que la posee, sino de que pueda darse o, con más razón, se haya dado. Por idéntico motivo llamamos mamífero al ser que puede mamar, no al que mama; ave al que puede volar, no al que vuela; reptil al que puede reptar, no al que repta.
La bondad perfecta del santo tampoco es ajena al mal, pues debe conocerlo y juzgarlo, aunque no pueda obrarlo. Ese no poder no es impotencia, sino exceso de potencia, porque la tentación que mueve al hombre a contradecirse y a consumar absurdos morales es en aquél lo suficientemente débil como para no realizarse jamás, así como la fricción del aire en una piedra nunca basta para evitar su descenso. Análogamente, un ser racional no puede convertirse en irracional por su propia voluntad sin que medie al mismo tiempo un embotamiento de sus facultades. No obstante, no por participar de la racionalidad es ajeno al instinto de los irracionales, que también posee y, con todo, es capaz de dominar. No carece de instinto como un ser inanimado; tampoco el santo carece de libertad como el autómata. Llegados a un grado de perfección superior, ambos pueden prescindir de estas carcasas inútiles, aun cuando guarden de ellas vestigios.
En suma, no hay en el Cielo una ausencia de libertad, sino una subordinación total de la libertad al bien. Por tanto, no procede hablar de autómatas, porque eligen espontáneamente, ni de seres moralmente libres, ya que es imposible que los santos, una vez salvos, obren mal. Cristo los comparó maravillosamente con los niños, en los que se dan estas dos cualidades: la moral de conocer el bien y la angélica de preferirlo.