Sobre la moralidad mínima del poder

Por Daniel Vicente Carrillo


Una monarquía o cualquier suerte de aristocracia no quedan adulteradas por la práctica del secreto político, ya que en ellas, "ex theoria", el poder no es ejercido por todos ni en nombre de todos. A partir de aquí se nos presentan dos consideraciones obvias. Por un lado, la más llana razón práctica nos enseña la necesidad de que el poder soberano disponga en su brazo ejecutor de toda la información, la cual integra y hace posible su derecho natural a la acción gubernativa. Por el otro, en estricta lógica jurídica, nace la obligación en cada súbdito de proporcionar siempre dicha información al soberano o a sus ministros, y a nadie más, so pena de ser juzgado como traidor. Ahora bien, si el pueblo fuese auténticamente soberano, como prescribe la democracia, y la comunidad internacional en bloque pudiera llamarse democrática de un modo irreprochable, objetivo al que sin duda aspira en términos generales, no habría ningún individuo en todo el orbe (con la exclusión de los menores de edad y los incapaces) que no ostentase a la vez la obligación de proporcionar información política a sus conciudadanos y el derecho de recibirla de ellos. La cuestión crucial, sin embargo, es si la precisaría para obrar frente al mundo, pues sólo la acción unívoca y determinante "ad extra" define al poder soberano, o por el contrario vendría a recabarla en función de un simple derecho epistémico, el derecho a la verdad, a fin de deliberar consigo mismo de infinitas maneras y con incierto resultado, ya que en esto consiste la esencia del parlamentarismo. Ahora bien, siendo este derecho a ser informado propio de todo sujeto de una comunidad global perfectamente democratizada, se trata en consecuencia de un derecho del mundo y no frente al mundo, por lo que no caracteriza en modo alguno la única soberanía que merece ser referida con este nombre. A un soberano deliberante y no obrante, que sólo es capaz de racionalizar lo que va a acontecer de una manera u otra, yo lo llamo soberano retórico. De este tipo es la soberanía popular, invocable y legislable, pero sólo como ficción y al margen del ejercicio cotidiano de la política, que no radica en ilustrar al amigo y permitir que nos ilustre, sino en identificar al enemigo y prevenirse de él, lo cual exige el cauto silencio y el acecho en las sombras.
Entendido esto, debería ser claro para todos que las filtraciones que han venido alborotando el panorama internacional en las últimas semanas, con la supuesta pérdida de credibilidad de las instituciones y partes implicadas, no alcanzan el meollo de la soberanía y versan sobre la facultad de conocer -con el ojo ubicuo del periodismo y la lengua ubicua de internet como metáforas de una suerte de espíritu de lo verdadero, superente moral- antes que sobre la de obrar, mucho más vital y sensible. Se da por hecho que el pueblo no es un soberano "de facto", aunque conserve a juicio de muchos la casta para serlo y se encuentre, bajo el particular criterio de este discurso hegemónico, permanentemente secuestrado por oligarcas. Cuál sea la más pura democracia y la más digna de estima, partiendo de lo democrático como lo originario-bueno, dependerá para estas cabezas de hasta qué punto se crea viable la sustitución del principio primario o activo de la soberanía por su principio secundario o reflexivo. Es decir, de en qué medida se confíe en disolver los presupuestos de la acción, a saber, los fines e intereses del Estado, cuyo mantenimiento justifica la existencia de un poder soberano, en el ácido de la deliberación y su ambiguo escepticismo, que al mismo tiempo que reclama que todo se discuta y se elucide, carece de una ética unitaria por su misma caracterización pluralizante y agonística. Luego sólo una democracia corrupta en sus principios, parcial y fundamentalmente hurtada al debate y al escrutinio, donde quepan a diario el silencio, la simulación y el engaño como precondiciones para el mantenimiento del poder, al que se subordinan cualesquiera otras expectativas racionales o humanistas, se salvará de ser una democracia utópica y una anarquía enmascarada. Una tal quimera ni se da hoy ni se puede dar en el futuro, pues dejaría de ser en el preciso instante en que empezase a ser, confundiéndose los fines con el instrumento y el todo con sus partes inorgánicas. Si lo que se pretende, en fin, es que, una vez rasgados todos los velos gracias a la mirada omniabarcante del cuarto poder, sea el pueblo el mandatario y portavoz de sí mismo según sus humores inmediatos, ya de forma directa o a través de una potestad de veto universal, se pretende la anarquía, es decir, que la propia noción de poder quede enervada y devenga impracticable. Así, todo derecho público se vería reducido a las relaciones de fuerza y coerción propias del estado de naturaleza: la primitiva y brutal ingenuidad por la que suspira el lunático Assange.
En suma, el poder sólo exige una moralidad mínima para mantenerse, y es el respeto en la medida de lo posible a la ley y a los pactos con fuerza de ley. El soberano tiene un derecho natural a mentirnos por mor del orden, como vio Maquiavelo, no obstante este autor se equivocase al desvincular poder y moral. La moral y el poder proceden de fuentes diferentes, pero pueden y deben converger en una determinada praxis política. Platón distinguió en su República a los obreros de los príncipes guardianes y los filósofos, estableciendo así una separación entre la clase que obedece, la que ejecuta y la que aconseja. A quien ejecuta se le exige fidelidad, no veracidad (o no necesariamente); al que aconseja, fidelidad y veracidad; a quien obedece, fidelidad, veracidad y sumisión. De ahí que deba reputarse perverso todo intento de sustraer al poder de la influencia de la moral extralegal, esto es, de la religión, ya que por sí mismo no está obligado a ser moral más que de un modo muy limitado, mientras que los cultos y las ascesis se deben por su propia naturaleza a la verdad y al rigor.