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Desde una perspectiva de la psicología analítica, el trabajo interior es el de la conciencia explorando el inconsciente y aprendiendo a tratar con su lenguaje de símbolos. Para ello, Jung aconseja el trabajo con los sueños y la imaginación activa.
Los sueños aportan información de la que el soñante no es consciente. De ahí la dificultad para interpretarlos, a pesar de los muchos conocimientos teóricos que se puedan tener al respecto. Es necesario un gran esfuerzo para captar lo que el sueño nos quiere comunicar y, en cuanto que resultado de una historia personal, de nada sirven los diccionarios ni las fórmulas hechas ni los intérpretes al vuelo. De lo contrario, no harían falta psicólogos analíticos.
En cuanto a la imaginación activa, no se debe confundir con las populares formas de visualización por las que uno se centra en ciertos objetivos y propósitos de manera que la mente se recree en ellos; muy al contrario, la imaginación activa consiste en bajar a las profundidades del inconsciente y aprender lo que éste tenga que ofrecernos en cada momento.
El inconsciente no es un aspecto que pueda ser manipulado para satisfacer los deseos de la mente consciente, sino una fuente de enseñanzas a las que conviene atender. Es la fuerza más poderosa a la que se enfrenta el ser humano y, según dicen los que saben de estas cosas, si uno no se acerca a ella con respeto y unas precauciones mínimas, puede hacerse mucho daño a sí mismo.
La realidad psíquica es tan importante y “real” como la física. Es allí donde encontramos el origen de los comportamientos de nuestra vida exterior, la cual, a pesar de la creencia mayoritaria de las sociedades modernas, está gobernada por fuerzas autónomas que se escapan a nuestro control.
Nuestra civilización presume de cartesiana, pero olvida los aspectos básicos. Descartes denominaba “realidad objetiva” a aquella en que existe el concepto, un pensamiento, pero no su realidad material; frente a ella, está la “realidad formal”, donde el concepto se aplica a algo que existe físicamente. Al final, resulta imposible diferenciarlas, por lo que sólo nos queda conformarnos con la idea de que pensamos, luego existimos. Pero Descartes se acobardó a última hora: el salto a una realidad externa, diferente de la realidad interior, no es más que un salto de fe que el resto de generaciones ha acordado continuar como razonable, simplemente por convenciones sociales de un mundo demasiado apegado al materialismo como para aceptar que su dogma último se basa en supersticiones.
Hoy, gracias a la neurociencia, sabemos que un pensamiento provoca emociones y reacciones físicas, como la segregación de hormonas, independientemente de que esté sustentado por una realidad o se trate de una ficción. No entender esto ha costado mucho tiempo de vanas reflexiones filosóficas; por ejemplo, la llamada “paradoja de la ficción” es la contradicción entre el supuesto de que, para emocionarnos, es necesario creer en la historia que nos están contando, y el hecho de que nos emocionemos contínuamente con historias que sabemos que son ficticias.
Para unos, se produce una “suspensión voluntaria de la creencia”, de modo que mientras dura la ficción a la que atendemos, la consideramos real; para otros, sabemos en todo momento que estamos ante una ficción, pero fingimos la emoción, jugamos a emocionarnos. En cualquiera de los dos casos, se da por asumido que es necesario creer en la verdad de un hecho para que aparezca la emoción; si no existe creencia, no hay emoción y la fingimos.
Pero las emociones, en realidad, no exigen un compromiso con la verdad de una proposición. La manera de evitar una emoción, de hecho, no es suspender la creencia que la origina, pues no es tal el origen, sino el “pensamiento” que la origina, tenga una base real o ficticia. Un ejemplo claro lo encontramos en las emociones que experimentamos ante una historia de terror:
La dificultad implicada en la respuesta emocional a la ficción es que una respuesta emocional requiere la creencia en que el objeto de la respuesta existe. Y esto no casa con lo que consideramos que cree el receptor informado del terror-arte. El objeto concreto del terror-arte es un monstruo. Y los lectores de Drácula no creen que el Conde vampiro exista. Sin embargo, se puede pensar en Drácula o pensar que Drácula es un ser impuro y peligroso sin creer que Drácula exista. […] Y parece que no hay ninguna razón para negar que un pensamiento –como el pensamiento en la colección de propiedades etiquetadas con el nombre “Drácula” de la novela—pueda afectarnos emocionalmente; de hecho puede aterrarnos.
(Noël Carroll, Filosofía del terror)
Para el cerebro, no existen realidad y ficción. Tal distinción corresponde a otros niveles posteriores. Es la acción que resulta de una emoción, y no la emoción en sí, la que depende de un compromiso con la verdad. De que exista este compromiso o no exista, dependerá el tipo de reacción a una misma emoción; es decir, la acción depende de que sepamos que una idea en nuestra mente es provocada por una realidad o un suceso inventado.
Puesto que estamos aterrados por contenidos del pensamiento no creemos estar en peligro y no tomamos medidas para protegernos. No fingimos estar aterrados; estamos auténticamente aterrados, pero por pensar en Drácula y no por nuestra convicción de que vayamos a ser su próxima víctima.
Cuando queremos dejar de sentir la emoción de terror, hacemos surgir otro pensamiento para contrarrestar el pensamiento origen de la emoción; por ejemplo, una ridiculización de lo que estamos presenciando. No es la creencia convertida en incredulidad, sino un pensamiento que sustituye a otro.
El término “fantasía” está relacionado con la palabra griega phaos, que significa “revelar, hacer visible, sacar a la luz”. Para los griegos, la mente humana tenía la capacidad de hacer visible lo invisible, dándole forma y personificando sus contenidos en una estructura simbólica que alimentaba el arte, la literatura y las religiones.
Toda obra de arte vale por las imágenes que implanta en nuestra mente y las emociones que de tales imágenes se generan. Esto explica por qué el arte es catártico, pues las emociones experimentadas responden a imágenes extraídas de un proceso de introspección del artista que nos conectan con las propias; el verdadero arte es una toma de contacto con lo inconsciente. Siguiendo a Eric Neumann, la imaginería del inconsciente es la fuente creativa del espíritu humano; todo lenguaje creado por la conciencia tiene su origen en un primer lenguaje simbólico, y éste se descubre si escuchamos al inconsciente.
La psicología junguiana suele asociar los arquetipos a figuras de la mitología clásica, pues allí es donde mejor han quedado representados los patrones psíquicos universales. No obstante, esto es sólo una convención y no puede servir más que como orientación para quien se inicia en el viaje interior, pues los arquetipos, en su dinamismo, son infinitos y escapan a toda clasificación; de ahí la importancia del trabajo personal en busca de su significado profundo, el cual es exclusivo de cada mente.
Los dioses y héroes pueden describirse en términos de patrones psíquicos, y son estos patrones los que determinan el comportamiento de los individuos a los que influyen. Sus interrelaciones e innumerables combinaciones, las aventuras mitológicas, configuran la forma de ser y de actuar de cada individuo. La aparición de un arquetipo desde el inconsciente colectivo es el encuentro con un dios, una diosa o cualquiera que sea la imagen de ese poder “sobrehumano”, que se escapa a todo control de la conciencia. Y, por ser universales, la experiencia se siente como trascendente, la aparición de un poder ajeno; efectivamente, es ajeno, por inconsciente, pero, precisamente por inconsciente, pertenece al individuo: procede de su más profundo interior, un nivel sin tiempo ni espacio concretos, compartido con todos los seres humanos.
Los sueños expresan la dinámica de esas fuerzas psíquicas, sus conflictos, interacciones y evoluciones. El lenguaje simbólico permite una comunicación muy coherente; si no lo parece así, es sencillamente porque se desconoce su gramática.
La imaginación activa, esto es, el diálogo con la actividad psíquica de fondo, con esas imágenes y voces que están permanentemente manifestándose por debajo de nuestra conciencia, es la manera de canalizar las corrientes de energía psíquica que proceden del océano de lo inconsciente, de manera que puedan ser recibidas por la conciencia.
La energía psíquica se divide, así, en innumerables formas que son sentimientos, valores, comportamientos, personalidades, etc., procedentes de la experiencia individual y los condicionamientos familiares, sociales y culturales que se refugian en el inconsciente personal; todas ellas se muestran como los personajes y objetos de nuestros sueños.
Sin la capacidad transformativa de la imaginación tales corrientes son invisibles, carentes de forma, de imagen, en un marasmo infinito.
A este respecto, en la cultura medieval, y en el esoterismo en general, la imaginación es un componente fundamental para canalizar el deseo y facilitar el desapego de lo ilusorio material, ámbito éste en que se participa según la guía de “necesidades”, nunca de “deseos”; por ejemplo, como explica el filósofo Giorgio Agamben en uno de sus ensayos recogidos en Infancia e historia, “fantasma” y deseo estaban íntimamente relacionados, hasta el punto de que el amor provenzal, conectado geográficamente (y algo más…) con el gnosticismo cátaro, tiene por objeto el fantasma, la figura imaginada de la amada, no la cosa sensible, esto es, la dama de carne y hueso.
El fantasma, en tanto que es la dama en la mente del sujeto, no sólo es el ser amado sino también el ser amante. No hay ya, pues, sujeto que desea y objeto deseado, sino un pensamiento hijo de ambos. La imaginación se apropia del objeto de deseo y por tanto satisface al sujeto. De ahí la consideración de este amor como “platónico”. La imagen amada es el “ángel”, según Agamben:
una imaginación pura y separada del cuerpo, una substancia separata que con su deseo mueve las esferas celestes, una “nova persona” […] en la cual se anulan los límites entre lo subjetivo y lo objetivo, lo corpóreo y lo incorpóreo, el deseo y su objeto.
Se trata así de un amor cumplido, cuyo goce no tiene fin y, dice Agamben, “vinculándolo con la teoría averroísta que ve en el fantasma el sitio donde se efectúa la unión del individuo singular con el intelecto agente, transformarán el amor en una experiencia soteriológica”.
El problema vendrá luego con el acto de fe arriba mencionado: la separación entre una realidad exterior y una realidad interior. Con la exclusión de la fantasía del ámbito de la experiencia y su consideración como irreal, “el deseo cambia radicalmente de estatuto y se vuelve, en esencia, imposible de satisfacer”. Se trata de los personajes de Sade que sólo encuentran frente a sí un cuerpo, un objeto a consumir y destruir sin que nunca proporcione una satisfacción duradera.
Es así que, desde la postura neoplatónica, Eros reúne deseo y necesidad, en cuanto que es hijo de Poros y Penia. El deseo pertenece a la esfera interior de la fantasía, insaciable e inconmensurable, mientras que la necesidad al mundo exterior de lo corpóreo y mensurable, por tanto posible de satisfacer.
Con la nueva visión, concluye Agamben, deseo y necesidad son obligados a coincidir en el mundo exterior, transformando en goce lo que no es sino frustración del deseo, pues el objetivo de éste es solucionar la oposición sujeto-objeto. Se tiende así a la supresión del objeto, pero ello no soluciona el conflicto, pues el objeto sigue siendo independiente. Uno de los que con más claridad habla de estas cosas hoy en día, es el filósofo esloveno Slavoj Zizek.
El “fantasma” provenzal nos recuerda inevitablemente al ánima, en términos junguianos; en su última fase de desarrollo, Sofía, la imagen clave de los gnósticos, es el ánima desarrollada de tal forma que puede guiar al hombre en su viaje interior. En su sabiduría, es la mediadora entre la conciencia y el inconsciente. Es la Beatriz de Dante, la musa de los grandes artistas, la compañera que suele aparecer junto al arquetipo del Viejo Sabio. En este punto, la sexualidad carece de valor si no forma parte del camino espiritual.
Un auténtico desarrollo de la conciencia exige que ésta encare las figuras tenebrosas del inconsciente y transite sola por sus oscuras galerías. Allí habitan los monstruos que el ego no quiere aceptar como parte de la familia. Hay fragmentos de nosotros mismos que tienen una visión muy diferente de las cosas, pero no las queremos, o no las sabemos, oír; sobre todo cuando se vivido en un ambiente en que los conceptos del bien y el mal han sido inculcados con rigor dogmático. Todo aquello que haya sido etiquetado como maligno será muy trabajoso de extraer para contemplarlo como algo que también formaba parte de uno mismo, y no sólo de los demás.
Miedo, vergüenza y culpa son obstáculos muy complicados de sortear en el viaje interior. Y, una vez reconocidas, se trata de encontrar la manera de transformar las cualidades “malas” en algo positivo y aprovechable; lo cual resulta aún más complicado si cabe, sobre todo cuando nos encontramos ante un montón de rasgos radicalmente opuestos entre sí.
He ahí la hazaña de “trascender dualidades”. Bien contra mal, oscuridad contra luz, deseo contra deber, corazón contra razón, femenino contra masculino, acción contra pasividad, humanidad contra tecnicidad, ciencia contra religión, espiritualidad contra psicología; las trampas de la no integración se esconden en cada pensamiento y tras cada acción del día a día. No hay paz para los malvados…
Para los santos sí. Pero esos no están en este mundo, aunque así se les llame a muchos. Mientras el ser humano está en el espacio-tiempo, siempre habrá dualidades que superar, pues el camino tiende a infinito; “tiende”, porque por su propia naturaleza no lo puede alcanzar: el ser que ha unido todas sus voces en una sola es el Hombre Perfecto, el Buda, el Cristo.
Precisamente, por tratarse de un diálogo entre aspectos que están enfrentados en mayor o menor grado, el conflicto interno es inevitable. Comprendemos entonces por qué la “noche oscura”, el descenso a los infiernos, el viaje al interior del desierto, es una fase fundamental que no puede ser obviada, por mucho que hoy se insista en lo contrario.
Y era el demonio de mi sueño, el ángel
más hermoso. Brillaban
como aceros los ojos victoriosos,
y las sangrientas llamas
de su antorcha alumbraron
la honda cripta del alma.
-¿Vendrás conmigo? -No, jamás; las tumbas
y los muertos me espantan.
Pero la férrea mano mi diestra atenazaba.
-Vendrás conmigo… Y avancé en mi sueño,
cegado por la roja luminaria.
Y en la cripta sentí sonar cadenas,
y rebullir de fieras enjauladas.(Antonio Machado, Galerías)