Una introducción a la figura del monstruo y su relación con la muerte
A estas alturas, está claro que el monstruo es una de las figuras predominantes de nuestro imaginario. Encierra y domestica nuestros miedos más atávicos, les da forma y los transforma en producto cultural. Así, la oscuridad, el salvajismo o la muerte como conceptos cobran vida y evolucionan a través del arte.
Estos miedos, siempre implícitos en la naturaleza, evolucionan y dan forma a nuevos seres desde la literatura romántica, quien, en su momento, legó en Hollywood innumerables arquetipos que rentabilizar: la maldición de la inmortalidad vampírica, su condena de sangre, su instinto predador; el salvajismo incontrolable del hombre lobo; la búsqueda de la vida eterna a través de la ciencia (el monstruo de Frankenstein) o el mito (momias).
I was working in the lab late one night…
Todos estos ciclos se han ido gestando y rehaciendo durante un siglo: algunos vuelven (vampiros, VAMPIROS, ¡VAMPIROS!) y otros no (¿mujeres pantera?, ¿momias?); primero se busca la cara más salvaje de la naturaleza, luego la más inquietante; a continuación, la interacción del hombre en el curso natural afecta en mayor medida. Por último, el arte empieza a presentar a los humanos a través de verdaderos matices de luz y oscuridad; esto también atiende a dos fases: una primera y superada hace mucho, que sería la “física” y otra mucho más peligrosa y jugosa: la psicológica. La primera englobaría a los protagonistas de Freaks (Tod Browning, 1931) o a Joseph Merrick, conocido como el Hombre Elefante, mientras que la segunda se podría aplicar a personajes de la talla de Norman Bates o Jigsaw (Saw, 2004), cuyas anomalías son de carácter interno.
Freaks, de Tod Browning (1931)
Todo ello permite resaltar numerosas aportaciones notablemente interesantes, cuya máxima premisa era que el monstruo era totalmente ajeno a lo humano (vampiros, hombres lobo, la Cosa del Pantano…). Personalmente, establecería tres grados de evolución: el primero, acoge la integración del monstruo como algo natural: es decir, dejaría de ser una momia o un vampiro que no cumple ciertas reglas de verosimilitud dentro de lo fantástico y empezaría a tener cierta relación con nuestro entorno: la Cosa del Pantano, de DC, sería un buen ejemplo; en especial, su origen “vegetal” que puede encontrarse en la etapa de Alan Moore como guionista (véanse las ideas resumidas en Wikipedia). En segundo lugar, esa integración llega a un nivel en el que la fantasía empieza a modificar partes de la naturaleza, o bien a enseñar una parte monstruosa y oculta de la misma: es el periodo de las hormigas gigantes o de animales potencialmente agresivos o peligrosos para el ser humano, en la línea de Them! (Gordon Douglas, 1954). Por último, la tercera etapa del monstruo invierte algo básico: lo monstruoso no es ajeno a lo humano, sino que lo humano también puede ser monstruoso; entonces, nos acercamos a la idea del zombi y, en especial, al asesino en serie como dos sombras de la condición humana. En paralelo, gran parte del género sufre una humanización por el uso y la búsqueda de nuevas vías de explotación del propio concepto del monstruo, momento en el que se empieza a humanizar al monstruo.
Caricatura de Nosferatu, de F.W. Murnau
En este punto, tenemos a Bates, Jigsaw, Bateman (American Psycho, 2000), individuos en los que la anomalía debe buscarse en un nivel mental; por el otro, podríamos empezar con Louis du Pointe du Laic (Entrevista con el vampiro, 1994), cuya descripción y humanización puede rastrearse en el inicio de las Crónicas vampíricas de Anne Rice; seguidamente, numerosos vampiros de la serie True Blood (o su primera versión en novela, The Southern Vampire Mysteries, de Charlaine Harris), entre los cuales destacaría Godric, creador de Eric Northman. Asimismo, el arquetipo queda hecho trizas en productos como Crepúsculo, donde la mezcla parece dotarse de una confusión cuya humanización produce, directamente, un mojón una despersonalización de la figura del vampiro[1].
La principal diferencia entre monstruos como Drácula de Bram Stoker o Nosferatu de Murnau es la imposibilidad de empatía entre el espectador y ellos, lo que se ejemplifica en una visión totalmente foránea incluso en la obra de Stoker. Anne Rice permite que el monstruo tome la palabra, lo que siempre es el primer paso para saber qué quiere decir, mientras que, anteriormente, estas figuras son vistas como detestables, incomprensibles y antinómicas al ser humano.
Así, en un momento en el que el resto de monstruos se han representado hasta extremos de ironía y comicidad, el zombi se plantea como la última frontera y, de algún modo, se asimila con la muerte y la incomprensión manifiesta que la misma arroja.
Ahora, toca hablar de muertos vivientes, que es lo que yo quería.
[1] Este es un tema ampliamente trabajado en Mutaciones posmodernas: del vampiro depredador a la naturalización del monstruo, un ensayo de David Roas que dejo enlazado.