Sobre política y Siracusa

Publicado el 30 enero 2016 por Abel Ros

Ayer llamé a Platón, estaba sin saber de él desde su último viaje a Siracusa. Días antes hablé con Aristóteles, me dijo que su maestro estaba muy debilitado; la última vez que pasó por la Academia, leyó un fragmento de las Leyes; un monólogo reciente sin la sombra de Sócrates. Tras varios días con el móvil apagado, conseguí hablar con él. Tenía razón su discípulo, mi amigo no era "el Platón" de La República; ni siquiera el poeta idílico de Atenas.  Le pregunté por Dión y - para sorpresa, la mía - me dijo que lo asesinaron y se sentía culpable por ello. Me recitó unos versos que decían: "Los dioses desparramaron tus amplias esperanzas./ Ahora yaces en tu espaciosa patria, honrado por tus conciudadanos,/ tú que mi corazón hiciste enloquecer de amor, Dión". Triste Platón, cuánto sufrimiento por poner en prácticas sus ideas. Mi amigo se ha convertido en aquel filósofo que tropieza por las sombras de la Caverna.

Platón, me preguntó por Maquiavelo. Le dije que no tenía ganas de hablar con nadie; se encontraba sin ánimo tras el mandato de los Medici. Lo había pasado mal entre los barrotes de Lorenzo y, ahora, solo quería apartarse de la contaminación política para escribir sus reflexiones. Le dije que Nicolás soñaba todos los días con la unificación italiana, una Italia unida; inspirada en los textos de Tito: llena de acueductos, calzadas y circos romanos. Le conté a Platón que Maquiavelo estaba escribiendo una obra para dedicársela a Lorenzo. Una obra con una prosa condensada y desgarrada por la urgencia. Un texto, le dije, que aconsejara a los Medici sobre las cualidades que debería tener un príncipe para gobernar Florencia. Un príncipe – en palabras de Nicolás – debe faltase a la moral para conseguir sus fines políticos; que no fuera afeminado, irresoluto ni cobarde; que se rodeara de ministros inteligentes y huyera de los aduladores. Un príncipe que dividiera a los ciudadanos; que se ganara a los disidentes y atrayera a sus líderes y cabecillas.

Tras hablar con Platón, recibí una llamada perdida de Occam. Me dijo que había sido acusado de herejía por su obra "Sobre el gobierno tiránico del Papa". A pesar de sus convicciones cristianas; Guillermo siempre ha sido muy crítico con la Iglesia. Nunca ha soportado, los abusos de poder que ostentan las sotanas; y muchísimo menos la vida de manjares y despilfarros que han llevado los Papas. Juan XXII, me dijo, no debería ostentar un poder omnímodo; ni debería imponer a los fieles penitencias excesivas, ni abusar en cuestiones jurisdiccionales. Las llaves de Pedro no significan la entrega del poder terrenal a los discípulos de Cristo. La vida de los seguidores de Dios debería ser ejemplarizante para los fieles. Una Iglesia basada en la pobreza; sería la única que resucitaría de las cenizas a las tierras de Platón. Tierras – en palabras de Guillermo – regadas por las fuentes de la austeridad y alejadas de los ruidos del dinero.

Aquí, en la Hispania del XXI, las cosas no están bien. Así comienza la carta que le escribí a Aristóteles para que la leyera a sus alumnos del Liceo. No están bien, porque varios gallos en un mismo corral acaban enganchados. Igualdad y libertad no se llevan bien en el patio de los leones. Si damos rienda suelta a la libertad obtenemos desigualdad y, si optamos por la igualdad; cortamos las alas a las aves del dinero. Aún así, hay quienes prefieren juntar a rastas con corbatas; a migajas con manjares y a patronos con obreros. En una democracia – como la que se cuece en nuestros fogones – el arte de gobernar siempre será relativo. Aunque digan que unos gobiernan para todos; no es verdad. No lo es; porque donde hay partidos y corrientes ideológicas hay intereses privados en lugar de generales. Por mucho que queramos que las escobas barran para otro lado; las azules barrerán para los portales del pudiente y, las rojas para las puertas del camarada. Mientras escribía la carta, se cruzaron por mi mente; los terremotos que asolaron Siracusa, la ciudad ideal de Platón.

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