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1. Si preguntamos a un psicoanalista cuál es la enfermedad para cuyo remedio se acude a él más frecuentemente, nos indicará -previa excepción de las múltiples formas de la angustia- la impotencia psíquica. Esta singular perturbación ataca a individuos de naturaleza intensamente libidinosa y se manifiesta en que los órganos ejecutivos de la sexualidad rehúsan su colaboración al acto sexual, no obstante aparecer antes y después perfectamente intactos y a pesar de existir en el sujeto una intensa inclinación psíquica a realizar dicho acto. El primer dato para la comprensión de su estado lo obtiene el paciente al observar que el fallo no se produce sino con una persona determinada y nunca con otras. Descubre así que la inhibición de su potencia viril depende de alguna cualidad del objeto sexual, y a veces indica haber advertido en su interior un obstáculo, una especie de voluntad contraria, que se oponía con éxito a su intención consciente. Pero no le es posible adivinar en qué consiste tal obstáculo interno ni qué cualidad del objeto sexual es la que lo provoca.
En esta perplejidad acaba por atribuir el primer fallo a una impresión «casual» y deduce erróneamente que su repetición se debe a la acción inhibitoria del recuerdo de dicho primer fallo, constituido en representación angustiosa. Sobre este tema de la impotencia psíquica existen ya varios estudios psicoanalíticos de diversos autores. Todo analista puede confirmar por propia experiencia médica las explicaciones en ellos ofrecidas. Se trata realmente de la acción inhibitoria de ciertos complejos psíquicos que se sustraen al conocimiento del individuo, material patógeno cuyo contenido más frecuente es la fijación incestuosa, no dominada, en la madre o la hermana. Fuera de estos complejos habrá de concederse atención a la influencia de las impresiones penosas accidentales experimentadas por el sujeto en conexión con su actividad sexual infantil y con todos aquellos factores susceptibles de disminuir la libido, que ha de ser orientada hacia el objeto sexual femenino. Al someter un caso de franca impotencia psíquica a un penetrante estudio psicoanalítico obtenemos sobre los procesos psicosexuales que en él se desarrollan los siguientes datos: el fundamento de la enfermedad es de nuevo, como muy probablemente en todas las perturbaciones neuróticas, una inhibición del proceso evolutivo que conduce a la libido hasta su estructura definitiva y normal. En el caso que nos ocupa no han llegado a fundirse las dos corrientes cuya influencia asegura una conducta erótica plenamente normal: la corriente «cariñosa» y la corriente «sensual».
De estas dos corrientes es la cariñosa la más antigua. Procede de los más tempranos años infantiles, se ha constituido tomando como base los intereses del instinto de conservación y se orienta hacia los familiares y los guardadores del niño. Integra desde un principio ciertas aportaciones de los instintos sexuales, determinados componentes eróticos más o menos visibles durante la infancia misma y comprobables siempre por medio del psicoanálisis en los individuos ulteriormente neuróticos. Corresponde a la elección de objeto primario infantil. Vemos por ella que los instintos sexuales encuentran sus primeros objetos guiándose por las valoraciones de los instintos del yo, del mismo modo que las primeras satisfacciones sexuales son experimentadas por el individuo en el ejercicio de las funciones somáticas necesarias para la conservación de la vida. El «cariño» de los padres y guardadores, que raras veces oculta por completo su carácter erótico («el niño, juguete erótico»), contribuye a acrecentar en el niño las aportaciones a las cargas psíquicas de los instintos del yo, intensificándolas en una medida susceptible de influir el curso ulterior de la evolución, sobre todo cuando concurren otras determinadas circunstancias.
Estas fijaciones cariñosas del niño perduran a través de toda la infancia y continúan incorporándose considerables magnitudes de erotismo, el cual queda desviado así de sus fines sexuales. Con la pubertad sobreviene luego la poderosa corriente «sensual», que no ignora ya sus fines. Al parecer, no deja nunca de recorrer los caminos anteriores, acumulando sobre los objetos de la elección primaria infantil magnitudes de libido mucho más amplias. Pero al tropezar aquí con el obstáculo que supone la barrera moral contra el incesto, erigida en el intervalo, tenderá a transferirse lo antes posible de dichos objetos primarios a otros, ajenos al círculo familiar del sujeto, con los cuales sea posible una vida sexual real. Estos nuevos objetos son elegidos, sin embargo, conforme al prototipo (la imagen) de los infantiles, pero con el tiempo atraen a sí todo el cariño ligado a los primitivos. El hombre abandonará a su padre y a su madre -según el precepto bíblico- para seguir a su esposa, fundiéndose entonces el cariño y la sensualidad. El máximo grado de enamoramiento sensual traerá consigo la máxima valoración psíquica. (La supervaloración normal del objeto sexual por parte del hombre.) Dos distintos factores pueden provocar el fracaso de esta evolución progresiva de la libido. En primer lugar, el grado de interdicción real que se oponga a la nueva elección de objeto, apartando de ella al individuo. No tendrá, en efecto, sentido alguno decidirse a una elección de objeto cuando no es posible elegir o no cabe elegir nada satisfactorio.
En segundo, el grado de atracción ejercido por los objetos infantiles que de abandonar se trata, grado directamente proporcional a la carga erótica de que fueron investidos en la infancia. Cuando estos factores muestran energía suficiente entra en acción el mecanismo general de la producción de las neurosis. La libido se aparta de la realidad, es acogida por la fantasía (introversión), intensifica las imágenes de los primeros objetos sexuales y se fija en ellos. Pero el obstáculo opuesto al incesto obliga a la libido orientada hacia tales objetos a permanecer en lo inconsciente. El onanismo, en el que se exterioriza la actividad de la corriente sensual, inconsciente ahora, contribuye a intensificar las indicadas fijaciones. El hecho de que el progreso evolutivo de la libido, fracasado en la realidad, quede instaurado en la fantasía mediante la sustitución de los objetos sexuales primitivos por otros ajenos al sujeto en las situaciones imaginativas conducentes a la satisfacción onanista, no modifica en nada el estado de cosas. La sustitución permite el acceso de tales fantasías a la conciencia, pero no trae consigo proceso alguno en los destinos de la libido.
Puede suceder así que toda la sensualidad de un joven quede ligada en lo inconsciente a objetos incestuosos o, dicho en otros términos, fijada en fantasías incestuosas inconscientes. El resultado es entonces una impotencia absoluta, que en ocasiones puede quedar reforzada por una debilitación real, simultáneamente adquirida, de los órganos genitales. La impotencia psíquica propiamente dicha exige premisas menos marcadas. La corriente sensual no ha de verse obligada a ocultarse en su totalidad detrás de la cariñosa, sino que ha de conservar energía y libertad suficientes para conquistar en parte el acceso a la realidad. Pero la actividad sexual de tales personas presenta claros signos de no hallarse sustentada por toda su plena energía instintiva psíquica, mostrándose caprichosa, fácil de perturbar, incorrecta, muchas veces, en la ejecución y poco placentera. Pero, sobre todo, se ve obligada a eludir toda aproximación a la corriente cariñosa, lo que supone una considerable limitación de la elección de objeto. La corriente sensual, permanecida activa, buscará tan sólo objetos que no despierten el recuerdo de los incestuosos prohibidos, y la impresión producida al sujeto por aquellas mujeres cuyas cualidades podrían inspirarle una valoración psíquica elevada no se resuelve en él en excitación sensual, sino en cariño eróticamente ineficaz. La vida erótica de estos individuos permanece disociada en dos direcciones, personificadas por el arte en el amor divino y el amor terreno (o animal). Si aman a una mujer, no la desean, y si la desean, no pueden amarla. Buscan objetos a los que no necesitan amar para mantener alejada su sensualidad de los objetos amados, y conforme a las leyes de la «sensibilidad del complejo» y del «retorno de lo reprimido», son víctimas del fallo singular de la impotencia psíquica en cuanto que el objeto elegido para eludir el incesto les recuerde en algún rasgo, a veces insignificante, el objeto que de eludir se trata.
Contra esta perturbación los individuos que padecen la disociación erótica descrita se acogen principalmente a la degradación psíquica del objeto sexual, reservando para el objeto incestuoso y sus subrogados la supervaloración que normalmente corresponde al objeto sexual. Dada tal degradación del objeto, su sexualidad puede ya exteriorizarse libremente, desarrollar un importante rendimiento y alcanzar intenso placer. A este resultado contribuye aún otra circunstancia. Aquellas personas en quienes las corrientes cariñosa y sensual no han confluido debidamente viven, por lo general, una vida sexual poco refinada. Perduran en ellas fines sexuales perversos, cuyo incumplimiento es percibido como una sensible disminución de placer, pero que sólo parece posible alcanzar con un objeto sexual rebajado e inestimado. Descubrimos ya los motivos de las fantasías descritas en un apartado anterior, en las cuales el adolescente rebaja a su madre al nivel de la prostituta. Tales fantasías tienden a construir, por lo menos en la imaginación, un puente sobre el abismo que separa las dos corrientes eróticas, y degradando a la madre, ganarla para objeto de la sensualidad.
2. Hemos desarrollado hasta aquí una investigación medicopsicológica de la impotencia psíquica, ajena en apariencia al título del presente estudio. Pronto se verá, sin embargo, que tal introducción nos era necesaria para llegar a nuestro verdadero tema. Hemos reducido la impotencia psíquica a la no confluencia de las corrientes cariñosa y sensual en la vida erótica y hemos atribuido esta perturbación de la evolución normal de la libido al influjo de intensas fijaciones infantiles y al obstáculo opuesto luego, en realidad, a la corriente sensual por la barrera erigida contra el incesto en el período intermedio. Contra esta teoría cabe una importante objeción: nos da demasiado; nos explica por qué ciertas personas padecen impotencia psíquica, pero nos lleva a extrañar que alguien pueda escapar a tal dolencia. En efecto, puesto que los factores señalados -la intensa fijación infantil, la barrera erigida contra el incesto y la prohibición opuesta al instinto sexual en los años inmediatos a la pubertad- son comunes a todos los hombres pertenecientes a cierto nivel cultural, sería de esperar que la impotencia psíquica fuese una enfermedad general de nuestra sociedad civilizada y no se limitase a casos individuales.
Podríamos inclinarnos a eludir tal conclusión acogiéndonos al factor cuantitativo de la causación de la enfermedad, o sea a aquella mayor o menor magnitud de las aportaciones de los distintos factores etiológicos, de la cual depende que se constituya o no un estado patológico manifiesto. Mas, aunque nada nos parece oponerse a esta conducta, no habremos de seguirla para rechazar la conclusión indicada. Por el contrario, queremos sentar la afirmación de que la impotencia psíquica se halla mucho más difundida de lo que se supone, apareciendo caracterizada por una cierta medida de esta perturbación la vida erótica del hombre civilizado. Si damos al concepto de la impotencia psíquica un sentido más amplio, no limitándolo a la imposibilidad de llevar a cabo el acto sexual, no obstante la perfecta normalidad de los órganos genitales y la intención consciente de complacerse en él, habremos de incluir también entre los individuos aquejados de tal enfermedad a aquellos sujetos a los que designados con el nombre de psicoanestésicos, los cuales pueden realizar el coito sin dificultad alguna, pero no hallan en él especial placer, hecho bastante más frecuente de lo que pudiera creerse. La investigación psicoanalítica de estos casos tropieza con los mismos factores etiológicos descubiertos en la impotencia psíquica estrictamente considerada, pero no nos procura en un principio explicación alguna de las diferencias sintomáticas. Una analogía fácilmente justificable enlaza estos casos de anestesia masculina a los de frigidez femenina, infinitamente frecuentes, siendo el mejor camino para describir y explicar la conducta erótica de tales mujeres su comparación con la impotencia psíquica del hombre, mucho más ruidosa .
Prescindiendo de tal extensión del concepto de la impotencia psíquica, y atendiendo tan sólo a las gradaciones de su sintomatología, no podemos eludir la impresión de que la conducta erótica del hombre civilizado presenta generalmente, hoy en día, el sello de la impotencia psíquica. Sólo en una limitada minoría aparecen debidamente confundidas las corrientes cariñosa y sexual. El hombre siente coartada casi siempre su actividad sexual por el respeto a la mujer, y sólo desarrolla su plena potencia con objetos sexuales degradados, circunstancia a la que coadyuva el hecho de integrar en sus fines sexuales componentes perversos, que no se atreve a satisfacer en la mujer estimada. Sólo experimenta, pues, un pleno goce sexual cuando puede entregarse sin escrúpulo a la satisfacción, cosa que no se permitirá, por ejemplo, con la mujer propia. De aquí su necesidad de un objeto sexual rebajado, de una mujer éticamente inferior, en la que no pueda suponer repugnancias estéticas y que ni conozca las demás circunstancias de su vida, ni pueda juzgarle. A tal mujer dedicará entonces sus energías sexuales, aunque su cariño pertenezca a otra de tipo más elevado. Esta necesidad de un objeto sexual degradado, al cual se enlace fisiológicamente la posibilidad de una completa satisfacción, explica la frecuencia con que los individuos pertenecientes a las más altas clases sociales buscan sus amantes, y a veces sus esposas, en clases inferiores.
No creo aventurado hacer también responsable de esta conducta erótica, tan frecuente entre los hombres de nuestras sociedades civilizadas, a los dos factores etiológicos de la impotencia psíquica propiamente dicha: la intensa fijación incestuosa infantil y la prohibición real opuesta al instinto sexual en la adolescencia. Aunque parezca desagradable y, además, paradójico, ha de afirmarse que para poder ser verdaderamente libre, y con ello verdaderamente feliz en la vida erótica, es preciso haber vencido el respeto a la mujer y el horror a la idea del incesto con la madre o la hermana. Aquellos que ante esta exigencia procedan a una seria introspección descubrirán que, en el fondo, consideran el acto sexual como algo degradante, cuya acción impurificadora no se limita al cuerpo. El origen de esta valoración, que sólo a disgusto reconocerán, habrán de buscarlo en aquella época de su juventud en la que su corriente sensual, intensamente desarrollada ya, encontraba prohibida toda satisfacción, tanto en los objetos incestuosos como en los extraños. También las mujeres aparecen sometidas en nuestro mundo civilizado a consecuencias análogas, emanadas de su educación y, además, a las resultantes de la conducta del hombre.
Para ellas es, naturalmente, tan desfavorable que el hombre no desarrolle a su lado toda su potencia como que la supervaloración inicial del enamoramiento quede sustituida por el desprecio después de la posesión. Lo que no parece existir en la mujer es la necesidad de rebajar el objeto sexual, circunstancia enlazada, seguramente, al hecho de no darse tampoco en ella nada semejante a la supervaloración masculina. Pero su largo apartamiento de la sexualidad y el confinamiento de la sensualidad en la fantasía tienen para ella otra importante consecuencia. En muchos casos no les es ya posible disociar las ideas de actividad sensual y prohibición, resultando así psíquicamente impotente, o sea frígida, cuando por fin le es permitida tal actividad. De aquí la tendencia de muchas mujeres a mantener secretas durante algún tiempo relaciones perfectamente lícitas, y para otras la posibilidad de sentir normalmente en cuanto la prohibición vuelve a quedar establecida, por ejemplo, en unas relaciones ilícitas. Infieles al marido, pueden consagrar al amante una fidelidad de segundo orden.
A mi juicio, este requisito de la prohibición, que aparece en la vida erótica femenina, puede equipararse a la necesidad de un objeto sexual degradado en el hombre. Ambos factores son consecuencia del largo intervalo exigido por la educación, con fines culturales, entre la maduración y la actividad sexual, y tienden igualmente a desvanecer la impotencia psíquica resultante de la no confluencia de las corrientes cariñosa y sensorial. El hecho de que las mismas causas produzcan en el hombre y en la mujer efectos tan distintos depende quizá de otra divergencia comprobable en su conducta sexual. La mujer no suele infringir la prohibición opuesta a la actividad sexual durante el período de espera, quedando así establecido en ella el íntimo enlace entre las ideas de prohibición y sexualidad. En cambio, el hombre infringe generalmente tal precepto, a condición de rebajar el valor del objeto, y acoge, en consecuencia, esta condición en su vida sexual ulterior. Ante la intensa corriente de opinión que propugna actualmente la necesidad de una reforma de la vida sexual, no será quizá inútil recordar que la investigación psicoanalítica no sigue tendencia alguna. Su único fin es descubrir los factores que se ocultan detrás de los fenómenos manifiestos. Verá con agrado que las reformas que se intenten utilicen sus descubrimientos para sustituir lo perjudicial por lo provechoso. Pero no puede asegurar que tales reformas no hayan de imponer a otras instituciones sacrificios distintos y quizá más graves.
3. El hecho de que el refrenamiento cultural de la vida erótica traiga consigo una degradación general de los objetos sexuales nos mueve a transferir nuestra atención, desde tales objetos, a los instintos mismos. El daño de la prohibición inicial del goce sexual se manifiesta en que su ulterior permisión en el matrimonio no proporciona ya plena satisfacción. Pero tampoco una libertad sexual ilimitada desde un principio procura mejores resultados. No es difícil comprobar que la necesidad erótica pierde considerable valor psíquico en cuanto se le hace fácil y cómoda la satisfacción. Para que la libido alcance un alto grado es necesario oponerle un obstáculo, y siempre que las resistencias naturales opuestas a la satisfacción han resultado insuficientes, han creado los hombres otras, convencionales, para que el amor constituyera verdaderamente un goce. Esto puede decirse tanto de los individuos como de los pueblos. En épocas en las que la satisfacción erótica no tropezaba con dificultades (por ejemplo, durante la decadencia de la civilización antigua), el amor perdió todo su valor, la vida quedó vacía y se hicieron necesarias enérgicas reacciones para restablecer los valores afectivos indispensables. En este sentido puede afirmarse que la corriente ascética del cristianismo creó para el amor valoraciones psíquicas que la antigüedad pagana no había podido ofrendarle jamás. Esta valoración alcanzó su máximo nivel en los monjes ascéticos, cuya vida no era sino una continua lucha contra la tentación libidinosa.
En un principio nos inclinamos, desde luego, a atribuir las dificultades aquí emergentes a cualidades generales de nuestros instintos orgánicos. Es también exacto, en general, que la importancia psíquica de un instinto crece con su prohibición. Si sometemos, por ejemplo, al tormento del hambre a cierto número de individuos muy diferentes entre sí, veremos que las diferencias individuales irán borrándose con el incremento de la imperiosa necesidad, siendo sustituidas por las manifestaciones uniformes del instinto insatisfecho. Ahora bien: ¿puede igualmente afirmarse que la satisfacción de un instinto disminuya siempre tan considerablemente su valor psíquico? Pensemos, por ejemplo, en la relación entre el bebedor y el vino. El vino procura siempre al bebedor la misma satisfacción tóxica, tantas veces comparada por los poetas a la satisfacción erótica y comparable realmente a ella, aun desde el punto de vista científico. Nunca se ha dicho que el bebedor se vea precisado a cambiar constantemente de bebida, porque cada una de ellas pierde, una vez gustada, su atractivo. Por el contrario, el hábito estrecha cada vez más apretadamente el lazo que une al bebedor con la clase de vino preferida. Tampoco sabemos que el bebedor sienta la necesidad de emigrar a un país en que el vino sea más caro o esté prohibido su consumo, para reanimar con tales incitantes el valor de su gastada satisfacción. Nada de esto sucede.
Las confesiones de nuestros grandes alcohólicos, de Boecklin, por ejemplo, sobre su relación con el vino, delatan una perfecta armonía, que podría servir de modelo a muchos matrimonios. ¿Por qué ha de ser entonces tan distinta la relación entre el amante y su objeto sexual? A mi juicio, y por extraño que parezca, habremos de sospechar que en la naturaleza misma del instinto sexual existe algo desfavorable a la emergencia de una plena satisfacción. En la evolución de este instinto, larga y complicada, destacan dos factores a los que pudiera hacerse responsables de tal dificultad. En primer lugar, a consecuencia del desdoblamiento de la elección de objeto y de la creación intermedia de la barrera contra el incesto, el objeto definitivo del instinto sexual no es nunca el primitivo, sino tan sólo un subrogado suyo. Pero el psicoanálisis nos ha demostrado que cuando el objeto primitivo de un impulso optativo sucumbe a la represión es reemplazado, en muchos casos, por una serie interminable de objetos sustitutivos, ninguno de los cuales satisface por completo. Esto nos explicaría la inconstancia en la elección de objeto, el «hambre de estímulos», tan frecuente en la vida erótica de los adultos.
En segundo lugar, sabemos que el instinto sexual se descompone al principio en una amplia serie de elementos -o, mejor dicho, nace de ella-, y que algunos de estos componentes no pueden ser luego acogidos en su estructura ulterior, debiendo ser reprimidos o destinados a fines diferentes. Trátase, sobre todo, de los componentes instintivos coprófilos, incompatibles con nuestra cultura estética desde el punto y hora, probablemente, en que la actitud vertical alejó del suelo nuestros órganos olfatorios, y, además, de gran parte de los impulsos sádicos adscritos a la vida erótica. Pero todos estos procesos evolutivos no van más allá de los estratos superiores de la complicada estructura. Los procesos fundamentales que dan origen a la excitación erótica permanecen invariados. Lo excremental se halla ligado íntima e inseparablemente a lo sexual, y la situación de los genitales -inter urinas et faeces- continúa siendo el factor determinante invariable. Modificando una conocida frase de Napoleón el Grande, pudiera decirse que «la anatomía es el destino». Los genitales mismos no han seguido tampoco la evolución general de las formas humanas hacia la belleza. Conservan su animalidad primitiva, y en el fondo tampoco el amor ha perdido nunca tal carácter. Los instintos eróticos son difícilmente educados, y las tentativas de este orden dan tan pronto resultados exiguos como excesivos. No parece posible que la cultura llegue a conseguir aquí sus propósitos sin provocar una sensible pérdida de placer, pues la pervivencia de los impulsos no utilizados se manifiesta en una disminución de la satisfacción buscada en la actividad sexual.
Deberemos, pues, familiarizarnos con la idea de que no es posible armonizar las exigencias del instinto sexual con las de la cultura, ni tampoco excluir de estas últimas el renunciamiento y el dolor, y muy en último término el peligro de la extinción de la especie humana, víctima de su desarrollo cultural. De todos modos, este tenebroso pronóstico no se funda sino en la sola sospecha de que la insatisfacción característica de nuestras sociedades civilizadas es la consecuencia necesaria de ciertas particularidades impuestas al instinto sexual por las exigencias de la cultura. Ahora bien: esta misma incapacidad de proporcionar una plena satisfacción que el instinto sexual adquiere en cuanto es sometido a las primeras normas de la civilización es, por otro lado, fuente de máximos rendimientos culturales, conseguidos mediante una sublimación progresiva de sus componentes instintivos. Pues ¿qué motivo tendrían los hombres para dar empleo distinto a sus energías instintivas sexuales si tales energías, cualquiera que fuese su distribución, proporcionasen una plena satisfacción placiente? No podrían ya libertarse de tal placer, y no realizarían progreso alguno. Parece así que la inextinguible diferencia entre las exigencias de los dos instintos -el sexual y el egoísta- los capacita para rendimientos cada vez más altos, si bien bajo un constante peligro, cuya forma actual es la neurosis, a la cual sucumben los más débiles. La ciencia no se propone atemorizar, ni consolar tampoco. Mas, por mi parte, estoy pronto a reconocer que las conclusiones apuntadas, tan extremas, deberían reposar sobre bases más amplias, y que quizá otras orientaciones evolutivas de la Humanidad lograran corregir los resultados de las que aquí hemos expuesto aisladamente.
Sigmund Freud
Obras completas. Traducción de L. López Ballesteros